jueves, diciembre 5, 2024
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Identidad Religiosa e identidad cultural.Respuesta a las web de Agustina, Alejandro y Suso.

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El artículo La libertad de conciencia de los católicos, publicado en el mes de junio en ACENTOS, ha dado lugar a varios diálogos en diferentes Webs y Blogs de amigos, y a una correspondencia personal, que me emplazan a una respuesta en términos de participación en el diálogo abierto.

En primer lugar, vaya por delante mi gratitud a cuantos se interesan por dicho tema, por compartir con los demás sus inquietudes, aunque las sensibilidades y posiciones de cada uno sean diversas e incluso divergentes. Como en casi todos los casos la diversidad y la divergencia van acompañadas de un respeto exquisito a la conciencia ajena, esta vez los diálogos y debates constituyen una celebración, a la que se asiste con la dicha y la humildad del que aprende.

Tres cuestiones requieren, con todo, alguna clarificación. Una, la índole de la relación de cada persona con Dios o con lo divino. Dos, la exactitud de las tesis sostenidas en el mencionado artículo y la divergencia con las autoridades de la Iglesia que ellas implican. Y tres, la relación de los creyentes cristianos con las correspondientes autoridades religiosas, su pertenencia a la Iglesia y su identidad cristiana.

Por lo que se refiere al primer asunto, es posible agradecer profundamente la preocupación de algunos buenos amigos por el propio estado espiritual (pocas cosas hay más conmovedoras que esa solicitud), y no tener la menor sensación de insania, y ni siquiera de riesgo, respecto de la propia situación, sino más bien todo lo contrario. Pero esto requiere una explicación, tanto para quienes sienten esa solicitud como para quienes no la sienten.

Es temerario suponer que las personas que afirman su discrepancia respecto a las autoridades de la Iglesia son no creyentes, no practicantes, o, en general, personas alejadas de los sacramentos y otras prácticas cristianas. Aunque es frecuente que ocurra así, también son numerosos los casos en que, junto a esa discrepancia, se da una vida religiosa de mayor o menor intensidad. Esto es más conocido en teólogos y obispos ilustres que han tenido sus diferencias con los Papas, como fueron Henry De Lubac o Leonardo Boff, por ejemplo, pero también lo es en cristianos de la calle, anónimos.

En la Europa del siglo XIII era casi imposible distinguir entre los cataros, los albigenses, los iluminados y los seguidores de Francisco de Asís, y en la Europa del siglo XXI es casi imposible distinguir entre los seguidores de Renovación Carismática, videntes de Yugoslavia o de Palmar de Troya en España, algunos franciscanos, algunos ecologistas neopaganos, etc. Entre ellos pueden encontrarse carismas, desde el don de lenguas hasta los estigmas de la crucifixión, lo que puede implicar una cierta proximidad con Dios.

La falta de claridad y discernimiento entre esos grupos de creyentes puede resultar asfixiante. Y a veces otros creyentes necesitan la certificación oficial de la legitimidad de esas u otras prácticas. Pero en el siglo XXI no se experimenta tanto como en el pasado la necesidad de esa clarificación administrativa, y, por otra parte, la abundancia de corrientes y grupos espirituales que emergen y desaparecen es muy alta. Por eso, la clarificación puede dejarse tranquilamente en manos del diálogo entre esos mismos grupos, o del diálogo privado entre amigos. Por supuesto, siempre queda la clarificación de oficio por parte del departamento eclesiástico correspondiente cuando lo hay, y, en todo caso, la que lleva a cabo Dios mismo en sus juicios últimos y por sus propios procedimientos.

En último término, la tarea de juzgar sobre la heterodoxia de los creyentes, y sobre la legitimidad de sus prácticas, es de Dios y de cada creyente, antes que de la autoridad religiosa. La tendencia a creer que esa tarea corresponde más a la autoridad religiosa que a Dios y a la conciencia individual, puede resultar más arriesgada y peligrosa que su contraria. Pero también conviene recordar que la certeza subjetiva de los dialogantes y discrepantes no es de suyo criterio de verdad, aunque sí es criterio último de moralidad para cada uno de ellos.

Es legítimo, y lógico, suponer que quienes divergen de las posiciones de la Iglesia, se encuentran en una situación crítica, que compromete su salud espiritual, y que puede comprometer la de aquellos con quienes comparten sus inquietudes. Porque esa suposición se apoya en las declaraciones explícitas por parte de la Iglesia de las formas más sanas y más insanas de vida religiosa.

Con esto pasamos al siguiente punto. La verdad y exactitud de las tesis sostenidas en el artículo de ACENTOS de junio de 2009 sobre la libertad de conciencia, que se pueden considerar como discrepantes de la autoridad religiosa. Si la Iglesia puede equivocarse en sus enseñanzas, al menos en el sentido de que al decir en un tiempo una cosa, y en otros otra, pueda ser inoportuna en sus declaraciones, por apresurarse demasiado al hacerlas o por tardar demasiado.

Toda la argumentación de aquel artículo se basa en ejemplos históricos en los que se pone de manifiesto que la Iglesia Católica ha cambiado y cambia su criterio en lo que declara como pecado o lo que no, en la gravedad de los pecados, y, en general, en lo que son buenas y malas prácticas habituales o actos puntuales.

He recibido observaciones a cerca de inexactitudes sobre algunos de mis ejemplos. Las agradezco. Cuando se trata de observaciones procedentes de colegas que conocen el tema tanto o mejor que yo, las tomo como válidas sin más, porque me fío de ellos. Pero hay que decir que los ejemplos en cuestión no son importantes de suyo, sino por lo que significan de cambio por parte de la Iglesia en los criterios de lo que está bien y lo que está mal.

En lo que respecta a la convergencia entre catolicismo y protestantismo, la citada Declaración Conjunta de acuerdo entre ambos tiene muchos sentidos. Independientemente de los que motivaron su firma, yo quería referirme al hábito secular de los protestantes de guiarse por su propia conciencia, frente a la falta de hábito de los católicos en esa práctica, y, en correlación con eso, al contraste entre los obispos protestantes y los obispos católicos, en lo que se refiere al intento de vincular las conciencias de los creyentes en cuestiones de orden público, salud pública, etc. Cualquiera que sea la interpretación que se haga de la Declaración Conjunta, y de la historia de la relación entre católicos y protestantes, es correcto afirmar que los protestantes están más acostumbrados que los católicos a actuar según sus conciencias.

Los otros ejemplos de cambio de criterio en la Iglesia Católica sobre lo que está bien y lo que está mal, se referían a temas de moral sexual. En ese punto no he recibido muchas correcciones, pero para quien desee más detalles sobre el tema, remito a mi estudio ‘Pequeña historia cultural de la moral sexual cristiana’, publicado en Thémata, Revista de Filosofía, n. 36 (http://www.institucional.us.es/revistas/revistas/themata/htm/indice36.htm). Tampoco en este caso los ejemplos de moral sexual tienen importancia.

Porque se puede acudir a ejemplos mas conocidos por todo el mundo, y no solo por los estudiosos y eruditos, de cambio de criterio en lo que se refiere al bien y al mal. Durante una época se excomulgó a quienes se dedicaban profesionalmente al teatro, en otra a quienes apoyaban la desconfesionalización del estado, en otra a quienes votaban a los socialistas, en otra a los que votaban comunistas. Alguna apologética oficial aduce que en unos momentos esas doctrinas políticas eran virulentas y peligrosas y en otros no, y que el cambio se daba más en las doctrinas políticas que en los criterios de la Iglesia.

Pero aún se puede ir a otros ejemplos más obvios. Durante un tiempo se consideraba que era bueno quemar en la hoguera a los herejes, y en otro tiempo se consideró que no, pero no porque hubiera cambiado la naturaleza del fuego o la combustibilidad de la carne humana. En unos momentos se estimó que castigar con la pena de muerte era algo bueno, y en otros momentos que no. En algunos tiempos se consideró que era bueno prohibir determinados libros y excomulgar a quienes los leían, y en otros que no era bueno prohibir libros. En estos ejemplos la apologética oficial aduce que la Iglesia es histórica y participa de las creencias de su época.

En una línea similar, durante un tiempo se prohibieron determinadas afirmaciones científicas, y en otros tiempos, la autoridad de la Iglesia pidió perdón en nombre de la Iglesia por haber entorpecido el desarrollo de la ciencia (Juan Pablo II, Encuentro con los científicos y los estudiantes en la Catedral, Colonia, 15 de noviembre de 1980). Se puede argumentar, como hace alguna apologética, que Galileo estaba realmente equivocado en algunas de sus tesis, pero Juan Pablo II no se refería al caso concreto de Galileo, sino a una conducta más habitual de la autoridad religiosa. Más bien a que la Iglesia no participó en las creencias de su época cuando quizá debería haberlo hecho.

La cuestión importante es, cuando se trata de los cambios de criterio acerca de lo bueno y lo malo, qué pueden hacer los creyentes de la calle, en los casos en que hay un desfase de contemporaneidad entre la mentalidad de ellos y la de las autoridades religiosas, una discrepancia en la oportunidad de aceptar o no algo, de prohibirlo o no. Uno de los ejemplos aducidos en relación con este tema fue la recepción de la encíclica Mirari vos por parte de los obispos de países confesionales católicos y por parte de los de los países confesionales no católicos. Para los obispos de países confesionales católicos (Italia, Francia y España, por ejemplo) los liberales eran enemigos y el liberalismo era pecado. Para los de los países confesionales no católicos (Bélgica, Inglaterra y Polonia, por ejemplo) los liberales eran aliados y el liberalismo era lo que permitía practicar en paz sus creencias. En este caso, unos obispos participaron en las creencias de su época en un determinado lugar, y otros participaron en las creencias de su época en otro.

Ahora la cuestión del desfase de contemporaneidad nos lleva directamente a la última de las tres cuestiones. La de la relación de los creyentes cristianos con las correspondientes autoridades religiosas, y la de su pertenencia a la Iglesia y su identidad cristiana. Qué es lo que le hace a un cristiano de la calle considerar que pertenece o no a la Iglesia y que es o no cristiano, y qué es lo que lleva a las autoridades religiosas a definir la identidad cristiana (católica) mediante determinadas conductas y actitudes disciplinares o morales. Qué concepción de la Iglesia y de la pertenencia y qué sentimientos de pertenencia tiene cada uno.

De entrada hay que dejar claro que también aquí tiene primacía la conciencia y la sensibilidad individuales. Es frecuente para muchos católicos que se consideran tales si se sienten en sintonía con las autoridades religiosas, especialmente con sus directrices disciplinares y morales, y que dudan de su identidad religiosa, se consideran no-católicos e incluso no-Iglesia, si tal sintonía falta. Y es menos frecuente que algunos católicos se consideran tales si creen que Jesús es Dios, tanto si están como si no están en sintonía con las autoridades religiosas.

No hay ninguna base evangélica para creer que uno deja de ser cristiano (ni católico), si apoya la desconfesionalización del estado, si apoya a un partido político o a otro, si lee o no determinados libros, si apoya o no el aborto, si usa o no preservativos. Más bien hay base evangélica para creer que si una persona es adúltera, o peca de cualquier otra manera, puede seguir manteniendo su vinculación con Jesús. Y sobre todo, hay base evangélica para pensar que uno es cristiano (y católico) si cree que Jesús es Dios.

Esta creencia que se puede manifestar de muchas maneras, a saber, diciéndolo abiertamente así, haciendo buenas obras, dando de comer al hambriento y de beber al sediento, etc. Es decir, hay base evangélica para pensar que el cristianismo es una religión, cuya esencia y raíz es la fe y la gracia, y no que es una moral o un sistema disciplinar, lo cual no significa que la fe y la gracia por una parte, y la moral y la disciplina, por otra, sean opuestas.

Por otra parte, también hay base evangélica para creer que uno es cristiano y pertenece a la Iglesia si está en sintonía con las autoridades. A saber, el hecho de que la Iglesia la fundó Jesús, la encomendó a Pedro y le prometió que lo que atase y desatase en la tierra sería atado y desatado en el cielo.

Pues bien, hay conciencias y sensibilidades cristianas que tienden a creer primero en Pedro y la Iglesia y luego en Jesús y en Dios, y las hay que tienden a creer primero en Jesús y en Dios, y luego en Pedro y la Iglesia. En líneas generales esa diferencia no es perceptible y puede no afectar a la vida religiosa de los creyentes.

Pero la moral y la disciplina de la Iglesia son más cambiantes históricamente que la relación de la conciencia individual con Jesús y Dios, porque la moral y la disciplina dependen más de las circunstancias históricas y sociales, y porque la conciencia individual tiene una duración temporal mucho más limitada y registra menos cambios que un periodo histórico.

Desde el Concilio de Trento al Concilio Vaticano II, o sea, durante la Edad Moderna, la sociedad ha cambiado mucho en lo que se refiere al valor de la conciencia y libertad individuales, a la dignidad del hombre y a los derechos humanos, y a todas las cuestiones morales implicadas en ellos. Esos cambios se han producido en la sociedad civil primeramente, a través de las revoluciones científicas e industriales, liberales y socialistas, y después en la Iglesia.

Esas revoluciones se han realizado en la sociedad civil con la oposición de la Iglesia, que ha excomulgado a buena parte de sus protagonistas, unas veces de un modo muy apresurado y otras de un modo muy retrasado, pero la Iglesia se ha beneficiado de todas esas innovaciones y las ha asumido para sí misma. Por eso un católico tan tradicional como Monseñor Lefevre pudo definir el Concilio Vaticano II como la Revolución Francesa dentro de la Iglesia, es decir, la proclamación de los derechos y libertades individuales para la comunidad de los creyentes en Cristo.

Los protagonistas de esas innovaciones se consideraban legitimados en sus creencias si creían más en Jesús y en Dios que en la Iglesia y en Pedro, como Galdós y Víctor Hugo, por ejemplo, o bien se consideraban no-católicos y excluidos de la Iglesia si creían más en Pedro y la Iglesia que en Jesús y Dios, como por ejemplo Octavio Paz y Heidegger.

Hay cristianos de la calle, nada famosos, que se parecen a Galdós y a Víctor Hugo, que continúan apoyando la libertad y conciencia individuales, en abierta divergencia con las autoridades religiosas. Y no pocas autoridades religiosas, a pesar de las declaraciones del Concilio Vaticano II y las subsiguientes ediciones del Código de Derecho Canónico y del Catecismo de la Doctrina Católica, continúan actuando como las autoridades de los siglos XVI al XX, y fomentando la identificación del cristianismo con la disciplina y la moral. Y hay cristianos de la calle, nada famosos igualmente, que se adhieren a las posiciones de estas autoridades religiosas, que sólo de esta manera sienten en cobijo y el confort de la comunidad, la certeza de ser Iglesia.

Como lo que tiene prioridad es la conciencia y la libertad individuales, los que creemos en ella tenemos motivos para vivir en paz y dejar vivir en paz a los demás, y esa libertad nos da el confort y el cobijo de la comunidad con Jesús y con Dios, aunque no sintonicemos con las autoridades religiosas en muchos aspectos. También tenemos motivos para pensar que hacemos bien a la sociedad y a la iglesia de esta manera, porque procuramos para ambas lo que de verdad nos parece bueno y oportuno a nosotros para ellas, y no lo que le parece bueno y oportuno a las autoridades pero no a nosotros. Es decir, podemos creer que nuestra identidad cultural y nuestra identidad religiosa no están en conflicto en nosotros mismos, sino sólo en la mentalidad de las autoridades religiosas.

Los que no creen que la prioridad corresponde a la conciencia y libertad individuales de esa manera, tienen motivo para reprocharnos nuestro comportamiento, pero como también tienen sentido de la tolerancia, pueden aceptarnos como individuos que estamos en el error pero de buena fe, que viven sin saberlo en las tinieblas exteriores, en el antagonismo entre religión y cultura, y que están privados sin saberlo del cobijo y del confort de la comunidad.

De esa manera puede vivir en paz cada uno con su conciencia y con su posición fuera o dentro de la Iglesia según la modalidad de su sensibilidad y de sus creencias.

Hay muchas maneras de entender la Iglesia y la pertenencia a ella. Se puede entender como Reino de Dios, como Reino de Cristo, como Sociedad Perfecta, como Reino de los cielos, como Pueblo de Dios, etc. etc. Según las modalidades más estrictas son muy pocos los que pueden ser cristianos (católicos) y pertenecer a la iglesia, y según las modalidades más amplias pueden serlo, y pertenecer a la comunidad de los creyentes, todos los seres humanos, también los que no saben que existe la Iglesia e incluso los que, sabiéndolo, no quieren estar en ella.

A estas alturas de la historia humana y de la historia de la Iglesia, es un logro poder permitir que cada uno tome para sí y para los otros el tipo de concepción de la Iglesia que más cuadre a su sensibilidad y a su conciencia, y, en la medida de lo posible, deje en paz a los que forman parte de su ‘nosotros’ como a los que forman parte de su ‘ellos’. Y así hasta es muy posible que Dios, que quizá cuenta con recursos constitucionales y administrativos más flexibles y amplios que los humanos, pueda inspirar paz donde nosotros generamos conflicto.

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