domingo, enero 19, 2025
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Orígenes y cambios de la familia.Debate sobre la familia I.

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El hombre no es individuo. El ser humano no es un individuo masculino. Tampoco uno femenino. Ni se constituye a sí mismo como individuo de ninguna manera. Ese no es el caso de ningún viviente. Ni siquiera de Dios. El hombre es familia. Los animales son familias. Dios es familia.

La familia es una institución tan originaria y natural como la propiedad, pero también es originaria y naturalmente plástica, a tenor de las configuraciones que adquiere la sociedad para asegurarse la supervivencia. No obstante, siempre pueden reconocerse los rasgos básicos de la institución de la propiedad a través de sus diversas formas, y los de la institución de la familia a través de sus variaciones.

Entre los pueblos que han mantenido la forma de vida paleolítica, la de cazadores recolectores, la familia puede tener formas poligámicas. Poligínicas más frecuentemente, como en muchos mamíferos superiores, y raras veces poliándricas, como algunas vez se encuentra en especies animales. Una u otra forma aparecen en función de las necesidades e imperativos de la supervivencia, pues en el paleolítico el individuo no se puede permitir el lujo de la marginación y la crisis.

En la mayoría de los casos los grupos tribales paleolíticos están compuestos de familias nucleares monógamas, como ocurre también entre algunos mamíferos superiores y en el 90% de las especies de aves. Las familias de estos grupos tribales suelen estar reguladas por el totemismo, la prohibición del incesto y las reglas de la exogamia (E. Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Alianza, Madrid, ).

A partir de la aparición de las ciudades, los vínculos familiares de las organizaciones tribales entran en conflicto con las leyes de la polis. Esos conflictos, cuya expresión más genuina se encuentra en la tragedia griega (La Orestiada de Esquilo, Antígona de Sófocles, etc.), son los que llevan a Platón, entre otros, a proponer la supresión de la familia y la comunidad de mujeres e hijos (Platón, República, libro V, 457 d). Y esos conflictos son los que en los ordenamientos jurídicos actuales vetan las relaciones de parentesco entre magistrados y reos. El interés por la familia puede y, en muchos casos, debe, prevalecer sobre el de la polis.

La articulación entre familia y sociedad quizá nunca ha sido sencilla ni pacífica desde la revolución neolítica. A partir de entonces empieza a haber crisis en la familia, migraciones, marginación social, etc., del tipo de las que se registran en el mundo homérico o en el mundo bíblico primitivo ( J. Choza y P. Choza, Ulises. Un arquetipo de la existencia humana, Ariel, Barcelona, 1996).

Tampoco desde el comienzo del periodo histórico, tenemos motivos para suponer que en algún momento no existió la familia nuclear, básicamente tal como la conocemos actualmente (Jack Goody, La familia europea, Crítica, Barcelona, 2001).

La individualidad y el individualismo, desde el punto de vista psicológico, pertenecen a algunos momentos de la existencia. Desde el punto de vista sociológico, son una deriva histórica en incremento desde la revolución neolítica, y tienen que ver con la división del trabajo, las migraciones y los procesos de desarrollo económico.

Desde comienzos del neolítico se están produciendo migraciones por motivos económicos que afectan a las familia. La antropología bíblica recoge numerosos episodios en los que hay que salir de un territorio porque sobreviene un largo periodo de sequía y de hambre. Entonces hay movimientos de Mesopotamia a Egipto, o de Anatolia (Turquía) a Siria. Y esos movimientos afectan a la familia y provocan separaciones como las de Abraham y Sara, su mujer, al llegar a Egipto a finales del tercer milenio adC.

En el caso de Abraham la familia genera una estirpe que mantiene su unidad a través de las migraciones, y se ramifica en las tribus correspondientes a los doce hijos de Jacob, que a su vez mantienen su unidad manteniendo como eje la familia nuclear monógama. Esta familia nuclear admite unas veces la poligamia, otras el concubinato, y siempre el sororato y el levirato, lo que permite mantener unitarios los bloques de propiedad de las estirpes.

También entre los griegos, los fenicios y los romanos hay estirpes de ese mismo tipo, generalmente nobles, como la de los Barca de Cartago o los Graco de Roma. Estirpes en las que la familia nuclear monógama admite poligamia y concubinato, y en las que se cuenta con mecanismos que mantienen unitarias sus propiedades (César Rascón, Síntesis de historia e instituciones de Derecho Romano, Tecnos, Madrid, 2008) .

Algunas de estas estirpes generan su grandeza en la emigración y la guerra, en la fundación de colonias, o provienen de estirpes nobles de los territorios conquistados. Otras veces derivan de prisioneros convertidos en esclavos, que constituyen sus familias y generan sus estirpes. Muchas veces no se generan estirpes, y las familias nucleares no tienen memoria más atrás de los abuelos ni prevén más adelante de los nietos, como en la Europa actual.

La familia es la clave de la personalidad, la ciudadanía y la libertad en Roma, como en tantas culturas neolíticas. En Roma tiene la plenitud de los derechos el paterfamilias, como entre los hebreos, porque es el que contribuye a la formación y desarrollo del pueblo, de la patria. El soltero es un insolidario, alguien que no se integra, y, por eso, un marginado, tanto en el pueblo romano como en el hebreo.

A su vez, dentro de la unidad de producción y consumo que es el ámbito doméstico, la casa, los que tienen dueño son los esclavos, el servus, el prisionero de guerra conservado (servare) para las tereas domésticas. Los hijos son los que no tienen dueño, porque son hijos, y se les denomina en latín liberi. Los hombres libres son los que tienen padre.

Desde los comienzos del neolítico, la autoridad paterna se va debilitando y dulcificando, cambiando desde un dominio absoluto incluso sobre la vida del hijo en la Roma primitiva (como en la China primitiva y en otras culturas), hasta un respeto y consideración cada vez mayor hacia el hijo en la Roma imperial, cuando la densidad demográfica y la movilidad geográfica es considerablemente superior.

Jack Goody cree que el cristianismo es la fuerza máximamente disgregadora de los vínculos

familiares y genealógicos romanos y, en general, de las culturas mediterráneas, porque tiende a sustituir los vínculos de sangre por vínculo espirituales, y a establecer esos vínculos espirituales como impedimentos matrimoniales (especialmente el del padrino de bautismo).

Además, al prohibir el levirato y el sororato, al extender la prohibición del incesto hasta la consanguinidad en cuarto grado, y al establecer esta consanguinidad como impedimentos matrimoniales, rompe los mecanismos de conservación unitaria de la propiedad de los linajes. Estas masas de bienes se fragmentan y pasan poco a poco a ser propiedad de la Iglesia.

Aunque la tesis de Goody es muy plausible, también es oportuno señalar que la tendencia a la sustitución de los vínculos de sangre por vínculos políticos no proviene originariamente del cristianismo, sino justamente de la polis, como Platón advirtió, y que la Iglesia es un tipo de polis que los acentúa. Pero por su parte, a lo largo de su historia precristiana y cristiana, Roma también ha acentuado el carácter espiritual y no consanguíneo de la filiación y de la ciudadanía.

Los hijos, liberi, no son los que el paterfamilias ha engendrado en la esposa, la concubina o la esclava, sino aquellos que, de entre los expuestos por la madre en el suelo, el paterfamilias recoge con sus manos, levanta con sus brazos y los proclama hijos. Y si no lo hace, es irrelevante quién haya engendrado ese hijo en esa mujer.

El cristianismo también es una polis a la que se accede por una ceremonia de recepción, y no por nacimiento, a diferencia de lo que ocurre con el islam. Los niños, cuando nacen, son hijos naturales de Alá, o sea, son musulmanes. Pero no son hijos naturales de Dios, no son cristianos, sino que llegan a ser hijos adoptivos en Cristo mediante el bautismo.

Es posible que el cristianismo y Roma hayan tenido influencias recíprocas, como el islam y Arabia, y que eso sea determinante de la diferencia entre las estructuras familiares indo-europeas y europeas por una parte, y las semíticas y africanas por otra. La familia europea es el tipo de grupo doméstico en el que con más fuerza y omnipresencia se da la familia nuclear monógama a lo largo de la historia, al igual que la asiática, y la familia africana es el tipo de grupo en el que esa unidad nuclear está integrada en una unidad mayor y más fuerte que es la familia extensa.

Desde un punto de vista histórico, quizá hay dos modelos de familia que provienen desde los comienzos de nuestra era. Uno el que se puede llamar euro-asiático, en el que la familia nuclear es la unidad más fuerte, y otro el africano, en el que la unidad más fuerte es la familia extensa. En todos los casos la emigración ha sido un factor determinante de desarrollo cultural y económico de los países tanto emisores como receptores de emigrantes.

El problema de la adaptación de la familia inmigrante al modelo europeo depende, por una parte, de dónde provenga el inmigrante en cuestión, y por otra, de que tipo de modelo europeo se esté contemplando. Porque el modelo de familia europeo entra en proceso de transformación en la década de los sesenta con la llamada revolución sexual.

Cuando se habla de modelo europeo de familia en el lenguaje ordinario, se tiende a operar con los contenidos de la memoria épica, y se tiende a pensar que el modelo europeo de familia es ‘la familia normal’, ‘la familia cristiana’, ‘la familia de toda la vida’. Al iniciar su estudio con detenimiento, pronto se llega a la conclusión sorprendente de que eso que tenemos por normal, por cristiano y por perenne, es algo moderno, muy moderno, que no deriva del paleolítico, ni del neolítico, ni de la edad media, sino de los albores de la sociedad moderna y del Estado moderno, y, muy especialmente, del concilio de Trento. Al estudiarlo detenidamente se advierte que el modelo europeo de familia normal esta montado sobre chocantes formas de desatención del menor, en la medida en que está enfocado a la protección del vínculo conyugal por encima del de filiación (a partir de ahora sigo parcialmente el trabajo J. Choza, Pequeña historia cultural de la moral sexual cristiana, Thémata, 37, Sevilla, 2005). Por otra parte, se advierte también que en la gran mayoría de los estudios sobre el matrimonio y la familia juega un papel notable la posición ideológica del autor.

De entrada, hay que tener en cuenta que en los comienzos de nuestra cultura greco-romana, el placer sexual no estaba estrictamente vinculado al amor, ni ambos estaban vinculados al matrimonio. El matrimonio es un negocio entre los cabeza de familia que tiene sobre todo un contenido patrimonial. Tiene que ver con la unidad de los bienes de los linajes. Ciertamente se procura que haya mutuo agrado entre los cónyuges, pero eso no es lo decisivo. Aunque es importante, el atractivo o el amor suele generarse a posteriori si el comportamiento de la esposa lo genera en el esposo. Así aparece, desde luego, en casi todas las comedias de Terencio, que relata las prácticas habituales en el mundo greco-romano del siglo II aC (Especialmente Heautontimoroumenos, y El Eunuco, en Terencio, Comedias, ed. De J.R, Bravo, Cátedra, Madrid, 2001).

Por influencias maniqueas y gnóstsicas, desde el siglo III dC. el amor tiene que ser ‘casto’ para ser aceptable, no solo en la literatura, sino en la propia conciencia de los que lo padecen. El impacto del maniqueísmo platónico se expande desde la poesía trovadoresca, pasando por Dante, Petrarca, Garcilaso, Shakespeare y Hölderlin, hasta llegar a las heroínas de Verdi y Puccini, estableciendo como canon insuperable el del ‘casto amor’.

Mientras tanto, y a medida que el amor es cada vez más casto y más puro, el sexo ha seguido la vía de lo deshonesto, lo impuro, lo chabacano, lo grotesco, lo obsceno, lo inmoral y lo diabólico. Y eso no sólo en los carnavales y fiestas del medievo.

Casi veinte siglos de escisión entre amor y sexualidad llevan a la psicología evolutiva del siglo XX a describir la disociación entre sexualidad y afectividad como algo natural, perceptible en las adolescencia, y en no pocos hombres y mujeres maduros, y como un problema a superar mediante el trabajo de integración de dos factores que se dan inicialmente como contrapuestos de suyo. Y esos siglos de escisión son los que llevan también a Freud a proclamar ‘hasta ahora los hombres sabían que tenían razón. A partir de mi sabrán que tienen deseos’. Sin embargo, los jóvenes de Terencio en el siglo II aC., los de Ovidio en el I e incluso los de Apuleyo en el II d C parecen no sufrir esa escisión. Y no digamos los de las culturas de cazadores recolectores en los que la adolescencia abarca las semanas que duran los ritos de iniciación, frente a los cinco, diez o quince años que dura en las sociedades occidentales de los siglos XX y XXI.

En este planteamiento maniqueo el sexo, con todo, no puede ser arrojado a las tinieblas exteriores porque es el mecanismo previsto para la reproducción del género humano, de manera que hay que darle cabida y acogerlo de alguna manera. Esa cabida y esa acogida es el deber moral y el mandato religioso de la procreación. La procreación es lo que legitima la actividad sexual, el placer sexual en el hombre, y, a veces, el placer sexual en la mujer.

La moral es, pues, el factor que subsana la escisión entre sexo y amor, que viene producida por las corrientes gnósticas desde el siglo III. Pero hay otro factor que contribuye a unificarlos más todavía a lo largo de la edad moderna y que es el derecho. El procedimiento moderno para restañar la escisión entre amor y sexo recibe el nombre de ‘matrimonio’, y, más en concreto, de ‘matrimonio contraído por amor’.

No es que el amor no tuviera ninguna importancia antes de la modernidad. Sí lo tenía y se procuraba que los esposos se agradasen. Y las comedias romanas son tales porque, al final, los esposos acaban amándose. Pero no se le ocurría a nadie que el enamorarse podía ser un motivo suficiente para contraer matrimonio. Es más, enamorarse no tenía en la mayoría de los casos más entidad que la de un sublime pasatiempo.

Pero a partir del siglo XI los sentimientos individuales, y entre ellos el amor, empezaron a cobrar protagonismo en la vida de los hombres y de las mujeres. En el siglo XII se empieza a salir de la gran crisis provocada por el hundimiento de Roma. Renace la vida urbana, aumenta la población, se multiplica la riqueza y se crean instituciones como la banca y la universidad. A partir de entonces empieza a acuñarse moneda y a llevarse dinero en porciones pequeñas que un individuo solo puede transportar en una bolsa o bolsillo. A partir de entonces empieza a haber, poco a poco, casas con habitaciones individuales, se desarrolla la doctrina del juicio particular, y los poetas y trovadores de la corte de Leonor de Aquitania cantan los amores de Tristan e Isolda, y de otros amantes, como si el amor tuviera de suyo una legitimidad que no necesitase de apoyo exterior, y mucha más firmeza que en la Roma de Ovidio ( Ph. Aries y G. Duby, Historia de la vida privada, vol 2, De la Europa feudal al , Taurus, Madrid, 1988, y J. Le Goff et al., El hombre medieval, Alianza, Madrid, 1990).

A medida que se desarrolla el proceso de urbanización en Europa, aumenta la comunicación, y la riqueza y la población crecen en correspondencia directa, crece el sentimiento individual del propio valor, del propio sentir y del propio criterio, hasta llegar a formularse entre los reformadores del cristianismo el principio de la soberanía de la propia conciencia. En parte el cristianismo contribuyó de manera decisiva a este proceso, puesto que la disciplina de los sacramentos, cada una con su propia metamorfosis, ponía cada vez más de relieve hasta qué punto la libertad individual, el conocimiento y la voluntad propias, eran requisito para la validez del bautismo, la confirmación, el orden, la penitencia y el matrimonio, y, por supuesto, para la validez de los votos.

Pues bien, es en este contexto de poesía trovadoresca, de soberanía de la conciencia y de autonomía del individuo, donde empieza a producirse el fenómeno de contraer matrimonio ‘por amor’. Como no era una práctica socialmente admitida, ni había costumbre de ello, la mayoría de estos matrimonios se contraían de modo privado o secreto por parte de los interesados, mientras que los respectivos padres acordaban otros matrimonios diferentes para sus respectivos hijos como negocios de contenido patrimonial, según la práctica habitual y multisecular. Como tanto el matrimonio público como el secreto se contraían según la normativa de la Iglesia cristiana, resultaba que el número de gente que había contraído dos matrimonios, uno público y otro privado, iba en aumento hasta que llegó a hacerse verdaderamente abrumador.

El aumento del número de los que se denominaron ‘matrimonios clandestinos’ llegó a generar graves problemas en la titularidad y transmisión de bienes, o sea, graves problemas de orden público, puesto que quedaba en suspenso la certeza jurídica de importantes títulos de propiedad, y el orden público tiene como uno de sus pilares precisamente esa certeza jurídica.

Entonces es cuando empiezan a producirse los grandes choques entre la voluntad de los padres y la voluntad de los hijos, la voluntad de los enamorados y la voluntad de sus familia. Y entonces es cuando puede escribirse una tragedia como Romeo y Julieta (los Estados modernos intentaron introducir el impedimento de permiso paterno en el Concilio de Trento, como observa José Mª González del Valle, no siempre con éxito. En el Código civil español de los 60 esta presente el impedimento de permiso paterno).

Por supuesto el amor de Romeo y Julieta es casto y honesto, y se legitima por sí mismo, pero también apela a la procreación, y por tanto aspira a constituirse religiosa, moral, jurídica y socialmente como matrimonio, es decir, como institución. Y la tragedia consiste en los impedimentos que hacen abortar una aspiración semejante.

Siglos antes, Sófocles o Séneca no podrían haber escrito una tragedia así, porque a nadie se le ocurría que al amor pudieran concedérsele tales prerrogativas, y siglos después Racine o Victor Hugo tampoco, porque el amor ya tenía reconocida a todos los niveles su completa legitimidad.

Rougemont ha dicho que Shakespeare es el primero que recoge, formula y consolida una concepción unitaria del sexo, el amor y el matrimonio, en la cual se establece el orden social que corresponde al hombre moderno, al hombre que descubre y proclama justamente la dignidad de la persona humana (D. de Rougemont, Les mythes de l’amour, Gallimard, Saint Amand, 1972).

Desde esta perspectiva, puede decirse que no es Shakespeare el primero que recoge, formula y consolida una concepción unitaria del sexo, el amor y el matrimonio correspondiente al hombre moderno, sino el Concilio de Trento, que , efectivamente, tenía mucho más poder y muchos más recursos para acometer con éxito tamaña empresa.

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