Con el paso del tiempo, Rosa Montero empieza a entender ese «juego crucial de supervivencia que es la literatura». Se escribe para celebrar la vida, pero también para «escapar de la muerte» y para «intentar combatir con palabras hermosas el dragón verdadero del dolor».
«Escribo para otorgar al mal y al dolor un sentido que en realidad no tienen. Cuando todo parece insoportable, siempre te queda la escritura, decía este jueves Montero en la segunda jornada del ciclo «Lecciones y maestros, que durante tres días reúne en Santillana del Mar a numerosos escritores y críticos literarios.
Si el lunes fue el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín el protagonista, el martes le tocó el turno a Rosa Montero, una novelista que, libro a libro, ha ido conquistando su propio universo literario y cuya trayectoria ha sido reconocida con premios como el Primavera de Novela, el Grinzane Cavour y el Mandarache.
La intervención de Montero (Madrid, 1951) fue «un mensaje de gratitud a la escritura. Y a la lectura. Una celebración de la literatura y de su capacidad para salvarnos». Una hermosa lección en la que no faltaron reflexiones sobre el dolor y las pérdidas. «El arte es una herida hecha luz, decía el pintor Georges Braque y recordaba el martes la autora de «Instrucciones para salvar el mundo».
Rosa Montero comenzó su lección imaginando a «un hombre con bigote y una cicatriz cruzándole el párpado derecho». Solo sabe de él que «es ruso, y que está sentado, quieto y sombrío, frente a una vieja mesa de madera». En un momento dado se levanta y se dirige hacia la puerta. Sobre el tablero de la mesa deja «un pequeño cascabel de latón abollado».
«Escritora orgánica»
Y es que El ruso, el cascabel y la herida era el título de la intervención de Montero, quien, dentro de un tiempo, no sabrá si ese ruso existió de verdad o se lo imaginó porque, como a cualquier narrador, le es difícil «diferenciar lo vivido de lo soñado y de lo inventado».
Montero se considera «una escritora orgánica, porque, para ella, escribir ha sido «como beber, como respirar, algo esencial estructural, primario y primero» en su memoria. A los cinco años comenzó a «habitar entre palabras» y a vivir «parcialmente instalada en el delirio» que supone la narración.
¿Parcialmente? Sólo si el narrador «es capaz de habitar continuadamente en esa alucinación y de creérsela, podrá escribir una novela. Porque una novela es un delirio controlado, aseguró esta escritora y periodista, cuya trayectoria literaria fue recorrida por el escritor José Manuel Fajardo, que se detuvo en novelas como Crónica del desamor,
Temblor o Bella y oscura.En su libro La loca de la casa, Montero intenta explicarse por qué se hace uno novelista. Una de las razones podría ser el que los narradores de ficción son personas «más disociadas que la media, y la novela «permite vivir esa esquizofrenia de manera controlada».
También se escribe para «escapar de la muerte omnipresente» y para superar el dolor, señaló Rosa Montero, quien hace un año vivió la muerte de su marido, el periodista Pablo Lizcano. Este martes no aludió a ello, pero esa pérdida estaba detrás de sus reflexiones.
La necesidad del lector
En ese «caminar por las sombras» que es el oficio de escritor, Montero se siente como «un perro que deambula por la bruma, y un perro, además, lastimosamente necesitado de caricias, extremadamente frágil». Todo escritor necesita al lector «de una forma absoluta». Carecer de ellos «sería la condena a la soledad más cruel y absoluta, que es la soledad psíquica».
«Cuando los escritores se quedan sin lectores, se vuelven locos, aseguró la autora de Instrucciones para salvar el mundo, aunque ella no tiene ese problema: cada uno de sus libros es seguido por decenas de miles de lectores y su obra está traducida a una veintena de idiomas.
Pero, como dijo en el debate que hubo tras su intervención, en el que participaron Nativel Preciado y Elvira Lindo, entre otros, a Rosa Montero no le gusta hablar de «éxito». Sí de «gratitud a los lectores y editores».
Que escribir es «la reafirmación de la vida contra el horror» lo demostró el fraile irlandés John Clyn, que fue anotando día a día los estragos que la peste bubónica de 1348, «la epidemia más terrible en la historia de la humanidad, causaba entre los monjes, y lo hizo «para que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de los que vendrán detrás de nosotros».
El verdadero dolor «es inefable, pero Rosa Montero procura «envolver el sufrimiento propio y el de los demás en la seda negra de la escritura. Para sobrevivir. Para rescatarnos, concluyó.