La exótica Polinesia que impregnó las obras más conocidas de Paul Gauguin se presenta en Washington en una exposición sobre las obsesiones del artista salvaje e inadaptado, inmerso en la búsqueda de un paraíso que nunca encontró.
Las más de 100 pinturas, esculturas y grabados de «Gauguin: Maker of Myth», la exposición que abre este domingo la Galería Nacional de Arte de Washington, muestran una cara poco conocida del pintor francés que a finales del siglo XIX abandonó a su familia en busca de tierras vírgenes que le llenaran de sensaciones puras.
«Soy un salvaje. Y las personas civilizadas sospechan esto», reza, a la entrada de la muestra, una de las frases que Gauguin escribió a sus amigos desde la Polinesia francesa.
Esa idea es el punto de partida para pintar al artista como un contador de historias, obcecado en una serie de temas universales y atormentado por la sensación de no encontrar su sitio en el mundo.
El viaje que emprendió en 1891 hacia Tahití era esencialmente un escape de la civilización, la búsqueda desesperada de un paraíso que sirviera de vehículo a sus inquietudes, a los demonios que no lograba encajar en el París de su época.
Pero Gauguin no encontró el paraíso en la sociedad polinesia, invadida por los colonizadores franceses, ni en su religión, mermada por los misioneros, según dijo a Efe la comisaria de la exposición, Mary Morton.
«Esperaba encontrar algo muy diferente a París en 1890. Esperaba hallar una religión tahitiana intacta y arte religioso, y no encontró ninguna de las dos cosas», explicó Morton.
Esta decepción le llevó a buscar las raíces de la cultura local para convertirse en el narrador de unas tradiciones ya pasadas, inventando representaciones de los dioses polinesios y sumándolas a su educación católica para mostrar, por ejemplo, a una Eva polinesia tentada por un espíritu del mal y no por una serpiente.
La creación de mitos culminó en la invención de la diosa Oviri, una divinidad a la carta que aunaba sus dos grandes obsesiones, la mujer y la religión, en una figura femenina dividida entre la protección y la destrucción.
Oviri protagoniza, entre otras piezas de la exposición, una figura de formas toscas que abrió una retrospectiva del artista en 1906 en Francia e inspiró a artistas como Pablo Picasso, que nunca había visto nada parecido en escultura francesa.
La fusión de lo occidental y lo salvaje también se manifiesta en «Manao Tupapau» («El espíritu de los muertos vigila», en tahitiano), un homenaje a la «Olimpia» de Eduard Manet que sustituye a la blanca dama por su amante de 13 años tendida boca abajo, y a la doncella que la cuida por Tupapau, el espíritu de los muertos.
La exposición, importada de la Tate Gallery de Londres y abierta en Washington hasta el 5 de junio, recorre además el comienzo de las inquietudes religiosas de Gauguin, con una selección de obras de su estancia en Bretaña.
Las escenas que lleva al campo francés sustituyen por tonos más oscuros los rosas sandía y verdes melón que caracterizan su etapa tahitiana, y se llenan de agresivos rojos y amarillos cuando se enfrenta a sus interrogantes religiosos.
Pero la verdadera razón de su eterna búsqueda no era el concepto bíblico del paraíso, ni la definición de la mujer, ni la caída en el pecado. La gran incógnita para Paul Gauguin era quién era Paul Gauguin.
Una colección de autorretratos pintados en diferentes épocas permiten al visitante observar sus intentos de respuesta, que representan a Gauguin como artista reflexivo, como objeto de tentación de la serpiente bíblica e incluso como Cristo abandonado por sus discípulos en Getsemaní.
Junto a ellos, una vasija con forma de cabeza cortada sangrante trata de expresar la fascinación por la tradición inca que le dejaron sus cuatro años de infancia en Perú.
La definición llega quizás con la frase que cierra la muestra, entre cuadros pintados en su última etapa en las islas Marquesas: «Para muchos seré un enigma, pero para unos pocos seré un poeta».
Redacción