Desde muy niña, quizá desde que oyó por primera vez la «mágica frase» de «érase una vez…», Ana María Matute supo que entregaría su vida a la Literatura, una pasión de la que habló hoy en su discurso de agradecimiento del Premio Cervantes, en el que evocó su infancia y sus comienzos como escritora.
«La literatura ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas», decía esta gran novelista tras recibir de manos del rey el galardón más importante de las letras hispánicas, un premio que ella considera «como el reconocimiento, ya que no a un mérito, al menos a la voluntad y al amor» que la han llevado a entregar toda su vida «a esta dedicación».
Fue un discurso intimista, sincero y emotivo, muy distinto al de otros galardonados, en parte porque, como ella confesó, no se le da bien este tipo de intervenciones y prefiere «escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener que pronunciar un discurso», y también porque el estilo de Matute es único y hoy no tenía que demostrar nada: ahí están su obra y su inmensa capacidad de fabulación.
Matute, que no ocultaba hoy su felicidad -«¿por qué tenemos tanto miedo de esa palabra?»-, no subió a la cátedra a leer su intervención, sino que lo hizo abajo, sentada en su silla de ruedas y junto al público. En más de una ocasión hizo reír a los asistentes con sus palabras, pero sobre todo los emocionó.
Apenas hubo en su intervención referencias a Cervantes, aunque sí aludió, sin nombrarlo, al Quijote, ese «hombre bueno, solitario, triste y soñador», que «creía en el honor y la valentía, e inventaba la vida».
Aquel soñador «convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventó sensibilidad, inteligencia y acaso bondad -‘el don más raro de este mundo’- en una criatura carente de todos esos atributos. ¿Y quién no ha convertido alguna vez a un Aldonzo o Aldonza de mucho cuidado en Dulcineo o Dulcinea…?, se preguntó con humor la autora de «Paraíso inhabitado».
Parafraseando a San Juan -«el que no ama está muerto»-, Matute cree que «el que no inventa, no vive». Ella empezó a inventar en «un tiempo muy niño y muy frágil», en el que se sentía distinta: era tartamuda, «más por miedo que por un defecto físico», y las niñas de aquel tiempo, «mujeres recortadas, poco o nada tenían que ver» con ella.
Esa niña solitaria que fue Matute solo tenía un amigo, su muñeco Gorogó, que su padre le trajo de Londres a los cinco años. Gorogó está presente en «Primera memoria», una de las novelas con las que esta escritora se siente «más identificada», y la acompañó también en sus primeros «inventos» literarios. Hasta que la autora supo que «en la Literatura -en grande-, como en la vida, se entra con dolor y lágrimas».
La escritora evocó cuando con «la timidez, el asombro y la audacia» de sus «casi veinte años» se asomó «al mundo editorial». Con aspecto «más aniñado del normal» (llevaba calcetines), Matute iba cada día a la editorial Destino con su primera novela, «Pequeño teatro», escrita a los diecisiete años, «a mano, en un cuaderno escolar, cuadriculado, con las tapas de hule negro».
Un empleado se apiadó de ella y le consiguió «una entrevista con el director», el novelista Ignacio Agustí, quien con «infinita paciencia», le explicó que debía «pasarlo a máquina».
Le contrataron el libro y envió su segunda novela, «Los Abel», al Premio Nadal. En aquella edición lo ganó «el gran Miguel Delibes», pero Matute tiene «aún la satisfacción y acaso orgullo» de que su obra «quedó en tercer lugar».
Con «Pequeño teatro» ganó el Premio Planeta en 1954 y ese fue su «verdadero bautizo de entrada en el mundo editorial». Empezó a conocer a escritores y continuó «inventando invenciones», entre ellas «arzadú», una palabra que creó para designar el nombre de una flor inexistente.
En la parte final de su discurso, la galardonada hizo una encendida defensa del cuento y arremetió contra quienes «mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política», «la famosa crueldad de los cuentos de hadas».
Matute llama a los de su generación la de «los niños asombrados», porque así se sintieron cuando estalló la Guerra Civil española. El mundo «se había vuelto del revés» y por primera vez vio «la muerte, cara a cara, en toda su devastadora magnitud».
Ese asombro también lo sintió cuando, «en cierta ocasión», vio surgir, «al partir un terrón de azúcar en la oscuridad, una chispita azul», algo que le reveló que ella sería escritora. «Aquella lucecita azul, aquel virus no me abandonó nunca», aseguró.
Redacción