Inquietud. Sí, creo que esta es la mejor palabra que puede definir el cúmulo de sensaciones que me produjo la exposición recientemente inaugurada en el Museo Nacional de Arte Reina Sofía dedicada a la pintora María Blanchard (Santander, 1881-París, 1932). Muestra, por cierto, que podemos disfrutar hasta el próximo mes de febrero.
He dicho inquietud y quizá junto a ello debo mencionar la melancolía. Y es que, en efecto, los pinceles de María Blanchard supieron recoger con acertado rigor las agudas contrariedades del tiempo que le toco vivir, las vicisitudes de un medio reservado casi hasta entonces al hombre y el lastre de una cifoscoliosis que producía, como nos recuerda García Lorca en su bellísima Elegía a ella tributada, risas y mofa.
Sin embargo, María nunca respondió con rabia, no cargó las tintas en la ira, antes al contrario y, remitiéndome de nuevo a Lorca, la casa de María se convirtió en la casa de todos, su arte era el arte del amor al mundo, a su mundo.
Por ello su pintura es la mirada delicada y amorosa de lo circundante. La visión atenta a lo pequeño, a lo olvidado, a lo ignorado.
Aunque de origen santanderino, buena parte de su vida residió en París, contactando con Anglada Camarasa y Van Dongen, quienes le iniciarían en su libre sentido del color, para después vincularse a un cubismo de ricas tonalidades y texturas.
Es tiempo de amistad y contactos estéticos con Juan Gris, Diego Rivera, Angelina Beloff, Gómez de la Serna y tantos otros siempre, como ella, en primera línea de la vanguardia artística de entonces.
En los años veinte, y de la mano del llamado retorno al orden, María Blanchard vuelve sus ojos a una figuración tamizada por su experiencia cubista y por su personal sentido del color.
Este singular conjunto de obras son, desde mi punto de vista, por su extraordinaria personalidad, las que probablemente más identificamos con el quehacer de María Blanchard.
En los niños que pueblan buena parte de su última su producción, apreciamos a quien supo revolucionar desde la ternura, en un tiempo de revoluciones bélicas; a quien reivindicó el amor en un siglo de guerras y a quien humanizó la pintura en la época de la deshumanización del arte.
Javier García-Luengo