La última vez que vi a Vasco Graça Moura, hace pocos meses, él desayunaba con su familia en O Chef, una pequeña cafetería amable de la rua de Lapa, en Lisboa. Me crucé con él varias veces, sin conocernos -porque no era un hombre recluido, sino un ciudadano activo y vital-, en la feria de antigüedades de Belèm, cerca del Centro Cultural que presidía, y hasta en Bruselas, en ese restaurante tan singular que es L’Ogenblik (el guiño), en la Galerie des Princes.
Era un buen poeta, de poesía amorosa, jocosa, fadista, de canto a la vida, y clásica. Nunca renunció a una elegancia moral y culta en todos los ámbitos de su vida privada, política e intelectual.
Fue un gran servidor público, activo, en su país y en Europa, lo que hizo compatible con escribir, por ejemplo, una meditación poética sobre Europa (Una carta en invierno, 1997) o acontecimientos actuales (Laocoonte, rimas varias, andamentos graves, 2005). En los temas de identidad portuguesa y su inserción europea fue siempre original, si bien moderado y con reflexiones muy meditadas (Anotações Europeias, 2008).
Amante de Camões y de la poesía clásica, Vasco Graça Moura ha sido un ejemplo de cohonestar la actividad política, comprometida con su siglo, y la poética y cultural. Ejerció la ciudadanía de manera ejemplar y por encima de concesiones a los efímeros y banales compromisos políticos (por ejemplo, se negó a aplicar el controvertido Acuerdo Ortográfico con Brasil, un invento de los políticos que ignora la lengua portuguesa, a pesar de su alto cargo cultural). No deja de ser significativo que a finales de enero participaba todavía en un debate sobre la 'Educación del gusto literario y el diálogo entre humanidades y ciencia'.
Graça Moura ha sido siempre un adalid de la cultura en Portugal. El gran pensador Eduardo Lourenço calificaba hace una semanas el mundo de Vasco, “entre la epopeya y la melancolía”. Exactamente portugués.