Las salas del Palacio de Buenavista que estrenan este martes esta colección de 120 obras, que tiene entre sus novedades la «mirada vernacular norteamericana» aportada por Pepe Karmel, profesor del Departamento de Arte de la Universidad de Nueva York y comisario invitado .
Karmel -explica Lebrero- divide la carrera de Picasso en tres etapas, «una en la que lo considera un revolucionario, cuando va a París y gesta el cubismo»; una segunda, en el periodo de entreguerras, cuando es «el referente de las vanguardias», y la tercera como «un viejo mago», desde los 40 y 50, «ya con el reconocimiento internacional, fuera de las batallas del arte pero aún creando y sorprendiendo desde su retiro del sur de Francia».
Este tránsito recurre a conceptos tradicionales como el retrato o el bodegón y tiene como una de las «obras sorpresa» el tapiz de 1957 creado a partir de «Las señoritas de Aviñón», que perteneció durante mucho tiempo al propio Picasso, a quien «le parecía curioso cómo otros interpretaban su propio trabajo».
En el apartado dedicado al bodegón está otra de las referencias de la colección, la «Copa de absenta» (1914), un «puñetazo a la tradición de la escultura» con el que representó el recipiente donde se tomaba esa bebida alucinógena propia de los clubes nocturnos de la bohemia.
Picasso vuelve su mirada en los años 20 a los principios de la pintura clásica y «cuestiona una idea del neoclasicismo de la que se había abusado, y que había servido para criticar a un Picasso que no necesariamente siempre quiere ser el artista cubista que le va bien a las vanguardias», señala Lebrero.
En la década siguiente de los 30 se vincula al surrealismo, sin ser surrealista, en una representación de lo femenino «que tiene más de fantasía o de fantasmagoría», y entre 1927 y 1932 convierte a la mujer unas veces «en una serie de fragmentos que se unen» y otras en algo «que es vegetal, como raíces o tubérculos».
La colección pasa también por la mitología grecolatina y la figura del Minotauro, «personaje que tiene algo de humano y de salvaje y que se corresponde con sus obsesiones y deseos y con el tema de la carnalidad, la posesión, la fuerza y la sumisión».
Cuando París es liberado de los nazis, Picasso pinta obras «oscuras, nada gozosas ni optimistas, con figuras rotas y personajes que transmiten más incertidumbre o lejanía que proximidad», según Lebrero, pero poco después, desde 1944, es capaz de volver a inventarse y pintar una figura femenina «más positiva».
Una gran sección se dedica al bestiario, dado su gran interés por búhos, gatos, toros o palomas, y en los años 50, 60 y 70 se interesa de nuevo por el cuerpo femenino, con mujeres «desnudas y yacentes, en situación de relajamiento, que se sienten miradas y cuyo cuerpo sirve a Picasso para organizar unos paisajes».
La última sala se dedica a la etapa postrera del artista, desde 1965, cuando tras sufrir una operación importante «se pone a pintar de un modo muy intenso» obras «que sorprenden a todos, decepcionan a no pocos y un tiempo son consideradas residuales y decadentes, pero después son muy apreciadas por lo que tienen de libertad».
Todo ello conforma una colección que, sostiene Lebrero, «puede seguir sorprendiendo». «Picasso sigue siendo un artista nacido en el siglo XIX y con gran importancia en el siglo XX, pero la gran pregunta es qué vigencia y qué valencia tiene en el siglo XXI. Ésa es una de nuestras misiones».
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