Pongámoslo fácil: en España, repartidos por todo el país, aún hay alrededor de 130.000 muertos enterrados en fosas comunes – mujeres, hombres, también algunos niños; todos ellos víctimas del asesinato sumario de los militares nacionalistas en los primeros meses de la Guerra Civil española. Dejemos a un lado por un momento el debate de principios sobre el conflicto. Imaginémonos tan solo a estas personas, que un buen día fueron recogidas de sus casas, conducidas a algún lugar y fusiladas. Alguien, en su mayoría una persona del pueblo, tenía que asumir entonces la desagradecida tarea de enterrar a los muertos. Los autores de los crímenes se sentían seguros; fanfarroneaban de su omnipotencia y no hacían grandes esfuerzos por eliminar las huellas de sus actos. Ahora, los familiares quieren exhumar esos restos mortales. ¿Quién tiene derecho a echar en cara a estas personas que su intención es “abrir viejas heridas”?.
A pesar de ello, desde hace meses lleva produciéndose un amargo debate sobre el tema de la exhumación. Entretanto no sólo ha quedado claro que prácticamente nunca se habló sobre las consecuencias sociales y psicológicas de estas prácticas bárbaras, sino también que el actual debate pasa infaliblemente por encima de las cabezas de los afectados. Un historiador antiguamente reputado como el norteamericano Stanley Payne sostuve en la televisión española con toda seriedad que las familias de una víctima sólo tendrían que acudir al Estado para obtener ayuda. Sin embargo, lo cierto es justamente lo contrario: precisamente los más pobres, que de buen grado son denominados como “el pueblo”, pero que son tratados como ganado electoral, son abandonados con su dolor – también en tiempos de democracia.