«Mi madre nunca me quiso. Ella ya tenía 42 (cuando él nació). No quería ningún niño y actuó en consecuencia. Ella me maltrataba», explicó a las preguntas de la juez Andrea Humer sobre su condición de hijo no deseado. Con la voz rota por momentos, el acusado relató que las tornas cambiaron a medida que él crecía y su madre envejecía, y que con doce años empezó a defenderse de las agresiones de su madre: «A partir de ese momento me convertí en el demonio para ella».
Aún así, pareció mostrar comprensión hacía la actitud de su progenitora al afirmar que «su vida tampoco era la más bella. Creció en una granja y con sólo ocho años ya tenía que trabajar», relató Fritzl al tribunal. Aseguró que nunca recibió cariño de ella y que no tenía ninguna «relación interior» con su madre, que murió también tras años de estar encerrada en el piso superior de su casa, donde él tapió las ventanas para que ella no viera nunca la luz de sol.
Educación frustrada
En el colegio, según narró, tuvo unas excelentes calificaciones, pero sus padres no podían permitirse invertir en su educación y decidió aprender un oficio. Tras terminar su formación profesional en una situación de completa penuria financiera conoció a la que sería su esposa, que se convirtió en su «primera mujer», la primera con la que tuvo relaciones sexuales.
En la casa que fuera de su madre estableció su propio hogar, que compartía con su progenitora, amplió en sucesivas remodelación y recordó que en 1957 tuvo a su primer hijo. «Cada tres años venía casi siempre otro», aseguró, para explicar que su mujer era muy casera y aspiraba a tener incluso diez hijos.
En 1974 comenzó una gran reforma de su casa, con la intención de agregarle viviendas adicionales y construyó un sótano. «Estaba pensado como una oficina. Las otras partes estaban pensadas para guardar objetos», para precisar poco después, «maquinaria». En ese sótano fue donde en 1984 encerró a su hija Elisabeth, que entonces tenía 18 años.
Temor a la madre
En sus entrevistas con la psiquiatra, Fritzl confesó que temía a su madre más que a ninguna cosa y que la odiaba por sus continuos insultos, en los que lo tildaba de «satán, inútil y criminal» y le prohibía practicar deportes y tener amigos. Aquel peritaje subrayó la falta de empatía de Fritzl con el sufrimiento ajeno y la instrumentalización de los demás en beneficio propio, algo producido por la falta de afecto de su niñez, que le ocasionó una gran inseguridad.
Esa inseguridad la intentó ocultar con una creciente tendencia despótica sobre las personas que le rodeaban y que incluso le llevó a decir que siempre quiso «poseer una persona».
Pese a ese desarreglo de la personalidad, los peritos han establecido que el acusado está en pleno uso de sus facultades y puede ser enjuiciado.