Se suele dar por sentado el hecho -atribuido al espontáneo comentario de un famoso torero al serle presentado un filósofo no menos conocido- de que «tiene que haber gente para todo». Aparte de la discutible validez del juicio expresado por el torero, lo que no va en detrimento del gremio de la torería y sería aplicable a cualquier otra profesión, incluidos los registradores de la propiedad o los fresadores de primera, si por «todo» se entiende cualquier actividad imaginable, capaz de ser desarrollada por los seres humanos, no se percibe necesidad alguna de que «tenga que haber» gente para llevarla a cabo, como si las actividades estuvieran ya listas desde siempre, esperando a los sujetos que habrían de desempeñarlas.
Dicho de otro modo: la idea de gasear judíos para limpiar la sangre de la nación alemana no es algo que preceda al pensamiento nazi, que primero desarrolla y perfecciona esta teoría y luego se limita a llevarla a la práctica, eligiendo a los verdugos y dándoles los instrumentos necesarios. Deduzco, por eso, que es «la gente» la que se va inventando los «todos» en los que luego encajará mejor o peor.
Pero dejando en suspenso la discutible necesidad de que «tenga que haber» gente para todo, lo cierto es que la experiencia diaria muestra que «hay» gente para todo, por muy extraño que ese todo pueda parecer a los que, en cada caso, no están incluidos en el concepto «gente». Como extraña le parecería al torero la profesión de pensador metafísico del filósofo que le fue presentado, tan ajena a sus preocupaciones vitales.
Pues ahora que en el mundo se celebra, de modo extenso y universal, el bicentenario de Darwin -y, a la vez, el 150º aniversario de la publicación de su obra esencial, El origen de las especies- todavía queda gente, en número no desdeñable, que vive en la certeza de que el mundo en el que nos hallamos ha surgido como consecuencia directa de las acciones de un dios creador que lo construyó en seis días, hace algo menos de 10.000 años, y en pasos contados que se relatan minuciosamente en un libro, presuntamente sagrado, conocido como Génesis.
En Petersburg, un pequeño pueblo de Kentucky (EEUU), existe un museo de la Creación que lleva funcionando unos dos años y que responde a lo antes dicho. En una superficie superior a la del famoso museo de Historia Natural de Londres, su director, el evangelista de origen australiano Ken Ham, pretende mostrar «el fracaso de las ideas evolucionistas y ayudar a los cristianos a defender su fe».
No sólo niega la evolución darwiniana, sino también ese apaño intelectual, creado más recientemente bajo el nombre de «diseño inteligente», con el que algunos intentan mantener la idea de un dios en cuya voluntad se sustentaría la ciencia. Para él sólo es verdad lo que la Biblia expone.
Cerca de 700.000 personas han visitado su museo en apenas dos años. Cosa que, por otra parte, induce a sospechar que realmente existe «gente para todo». Gente que el lector encontrará si entra en alguna de estas páginas web, vinculadas al museo y destinadas a defender la literalidad del Génesis, en las que podrá comprobar la veracidad de lo que aquí se comenta:
– http://www.answersingenesis.org/ (en inglés)
– http://www.answersingenesis.org/sp (en español).
Algunos visitantes del museo expresan sus opiniones. Un empresario jubilado manifestaba: «La teoría de Darwin no tiene bases científicas. La Biblia dice que Dios creó la Tierra en seis días, y eso es lo que yo creo. Los liberales y los evolucionistas no nos dejan manifestar nuestras opiniones. Darwin es el patrón del movimiento ateo, de la gente que no quiere saber nada de la culpa que el pecado les confiere, lo que es nuestra carga y nuestro destino… ellos quieren ser sus propios dioses».
Un profesora de enseñanza secundaria dice creer que «Dios ha hecho todo, lo visible y lo invisible», y se queja de que estas ideas sean menospreciadas por algunas personas, en especial ahora que ha cambiado el equipo de la Casa Blanca: «La Biblia les molesta, les perturba su modo de vida, que es hacer lo que les apetece, y esto no se enseña en la Biblia». Concluye de modo contundente: «Creo que la Tierra tiene unos 5.500 años. Si no se cree en el Génesis, no se puede creer en nada más».
El reciente descubrimiento de un fósil de primate, de unos 47 millones de años de antigüedad, ha servido para completar el conocimiento que de la evolución tienen los científicos, pero ha dejado impertérritos a los creacionistas. Éstos afirman: «Como ese fósil es parecido al de un moderno lémur, no necesitamos descubrir ninguna vinculación nueva entre especies; se trata de un animal, ahora extinguido, que Dios creó en el sexto día».
Así que, querido lector, no hay duda de que si no es necesario que tenga «que haber gente para todo», de hecho sí la hay. Cabe sospechar que los principales obstáculos al ejercicio de la política, entendida en su más noble acepción, provienen precisamente de esta variopinta humanidad donde la razón y la sinrazón se mezclan tan estrechamente.