Habían pasado quince años, quince largos años cargados cada uno de mil historias y por fin te tenía delante. Mi corazón latía con fuerza, como si no tuviera el suficiente espacio para bombear. Daba la sensación de que mi caja torácica se había quedado pequeña. Podía oír cada latido resonando con fuerza en mi pecho.
Te tenía ahí, y un cúmulo de sensaciones y sentimientos se apoderaron de mí. Pensé en aquel sótano, donde los sonidos del placer debieron llegar a cada rincón de las viviendas de aquel viejo edificio. Recordé el día en Ronda, donde no había escondite alguno para nuestros juegos. Y finalmente, me vino a la cabeza aquella vieja habitación. Allí donde grabamos nuestros nombres en aquella puerta maltrecha.
¡Lo que daría por volver a aquella habitación! Allí donde descubrimos el resultado del amor. Cuatro días con sus tres noches. No hubo centímetro de mi cuerpo que tus manos no palparan, tu boca no lamiera, ni tu piel no rozara.
Desnudos descubriendo el sabor del placer. Tus manos temblaban al tocarme y mi cuerpo se estremecía con cada una de tus caricias.
Y ahora 15 años después te tenía delante. Notaba que me fallaban las piernas, fruto del mero nerviosismo y la excitación de tenerte a mi lado. Mientras charlábamos en aquella taberna irlandesa no podía evitar acordarme de esa habitación. 72 horas de amor, 72 horas del sexo más vivaz que he podido sentir.
72 horas imposibles de olvidar. El dominó, las risas y las charlas se entremezclaban con el aroma del placer. Desnudos, sin deshacer la maleta, tus dedos planeaban en mi cuerpo una vida juntos que jamás llegaría. El dulce cosquilleo de tus yemas en mi piel acababa con un placer más intenso que el anterior. Y cada vez queríamos más. Tú querías estar dentro de mí y yo quería sentirte lo más cercano a mí. Tu pectoral rozando mi pecho, tus piernas enredadas con las mías y risas y susurros acompañando al placer. Aprovechando cada segundo que ya no se repetiría.
Cada hora parecían minutos y esos minutos se fundían con el ansia de gozar más. Tu mano se arrastraba suavemente desde mi oreja hasta el pubis y allí, firme, se entretenía hasta que una carcajada te avisaba del éxtasis en mi ser. Con el corazón a punto de estallar, mi lengua recorría tu cuerpo, quería saborear cada centímetro de tu piel.
Sabías perfectamente cómo tocarme, dónde acariciarme y cuándo poseerme, hasta que la sensación de placer tensaba todos mis músculos. Lo mismo me ocurría a mí, sabía a la perfección el compás que mis caderas debían bailar alrededor de tu cintura, mientras lamía tus lóbulos acompañados en el momento final de bocados en la nuca. Con tan solo recordarlo un escalofrío placentero recorría mi cuello hasta llegar a la espalda.
De vuelta a la realidad, te tenía de nuevo ahí, tomándonos una cerveza, evitando rozarnos ni siquiera la mano y convencidos cada uno de que el otro estaba recordando aquél mismo momento. Aquéllas 72 horas.
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Amy Suspiro