lunes, noviembre 25, 2024
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Aquel verano de pasión

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Las agujas se desplazaban lentamente, los minutos avanzaban como si arrastraran un lastre y mi mirada no podía apartarse del maldito reloj de la cocina. Sólo habían pasado unas horas desde que en aquella calle del centro de la ciudad nuestras miradas se volvieron a cruzar, avivando cientos de recuerdos que mi mente había sepultado injustamente desde que ella desapareció de mi vida.

Había pasado mucho tiempo, pero ahí estaba ella, con la misma sensualidad que exhalaban las estrellas del cine de los cincuenta. No tenía la belleza de Elizabeth Taylor ni el erotismo de Kim Novak, ni siquiera poseía la voluptuosidad de la Monroe, pero su cuerpo seguía albergando ese halo misterioso y seductor que un día me hechizó. Su rostro denotaba la madurez de una mujer que ya pasaba los cuarenta, aunque sus facciones aún guardaban la belleza embriagadora que había poseído a los veintitantos. Sus enormes ojos verdes, más vivos que nunca, y sus carnosos labios despertaron en mí el temor de que todo fuera un sueño. Pero no, ahí estaba mucho tiempo después de aquel hirviente verano que fue testigo de mi despertar a un mundo de sensaciones nuevas y placeres inimaginables que cerró de un portazo mi adolescencia.

Me sentía turbado, las piernas me temblaban a medida que ella se aproximaba a mí y mi corazón latía sin control. Cuando oí su voz afloraron en mi alma deseos que habían permanecido aletargados hasta entonces. De mi boca surgió sin darme cuenta una invitación a cenar en mi apartamento esa misma noche y ella aceptó sin darme tiempo a reaccionar. Aquel joven tímido había regresado para apoderarse de mi ser.

El timbre de la puerta me sobresaltó. Su sonido resultó amenazante, a la vez que excitante, mientras un escalofrió recorría todo mi cuerpo de camino hacia la puerta. Me detuve antes de abrir, respiré hondo y durante un segundo se sucedieron en mi mente una plétora de deseos. Abrí la puerta y ahí estaba ella de nuevo, con esa elegancia innata que sólo ella poseía para enfundarse un largo vestido de seda gris, seguramente comprado en alguna tienda barata de barrio, y unas sandalias con hebillas de perlas. Esta vez su rostro parecía diferente porque el ligero maquillaje ocultaba su verdadera edad, sin embargo sus ojos conservaban la pasión con la que antaño me miraba todas las noches antes de hacer el amor desenfrenadamente.   

Le invité a sentarse en el sofá a tomar una copa de vino y ella obedeció sin mediar palabra. En el tocadiscos sonaba una cuidadosa selección musical que evocaba las noches de aquel verano de pasión sin límites. Mi deseo iba en aumento mientras mi vista se posaba en su cuerpo, en su forma de moverse y en la sensualidad con que aproximaba sus labios a la copa. Me preguntaba si por su mente merodeaban los mismos pensamientos que se atropellaban en mi cabeza. Me bastó mirar sus pupilas centelleantes para saber que estaba en lo cierto, ella regresaba a buscar lo que una vez me regaló. La complicidad entre ambos se había mantenido intacta pese al paso del tiempo.

Cuando comenzó a sonar Wicked Game de Chris Isaac, sus manos se deslizaron por mi camisa causándome un espasmo, a la par que el sudor bajaba por mi espalda a medida que ella iba liberando mi pecho de cada uno de los botones que lo aprisionaban. Sus dedos surcaban mi cintura mientras yo le despojaba de sus sandalias y le bajaba las medias de sus delgadas piernas. Ella me mordió la oreja izquierda provocándome un placer que hacía años que no sentía, resucitando en mí un instinto animal que se abría paso en mis entrañas. Acerqué mi boca a sus labios y los besé apasionadamente mientras arrebataba su vestido dejando al descubierto su exuberante cuerpo. Como poseída ella me desnudó en un pestañeo y se puso sobre mí tocándose sus ardientes pechos. Preso del éxtasis, mi cuerpo se introdujo en el suyo, como dos piezas de un complejo mecanismo que encajan a la perfección. Con un balanceo interminable, subía y bajaba su sexo sobre el mío entre gemidos y risas nerviosas.

Mientras el mundo se detenía fuera del apartamento, nosotros sólo ansiábamos que esos instantes de pasión se prolongaran más allá de esa noche para fundirnos eternamente en un solo cuerpo. Así estuvimos durante horas hasta que la luz del amanecer empezó a colarse tímidamente por las rendijas de la persiana. Exhaustos, a la vez que apesadumbrados porque la noche había agonizado, nos fuimos quedando dormidos sin dejar de abrazar nuestros cuerpos desnudos, pero con el firme anhelo de repetir lo vivido entre esas cuatros paredes.

A la mañana siguiente, me desperté y ella ya no estaba a mi lado, no quedaba rastro alguno de ella, sólo su fragancia aún invadía la habitación. Me temí lo peor cuando descubrí una carta sobre la alfombra en la que retozamos sólo unas horas antes. La abrí y leí una a una sus líneas. Era un adiós definitivo, sólo la casualidad y aquella calle del centro de la ciudad se unieron para brindarnos una última noche de placer. Me sentí morir, como al final de aquel verano de descubrimientos. En ese momento volví a recordar que lo nuestro era imposible. Sólo me quedó el consuelo de haberla poseído al menos una vez más y de volver a dar rienda suelta a nuestra pasión prohibida, la misma pasión que afloró aquel verano.

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