El campo de batalla no siempre está en una guerra lejana. A veces está más cerca, al lado de un pueblo, en los montes que se ven desde las casas. A veces, en el campo de batalla no se lucha contra un enemigo con armas convencionales, ni siquiera de destrucción masiva. No hay comandos enfrente, a veces. No hay ejército enemigo formado por militares que disparan bajo otra bandera, a veces.
A veces en el campo de batalla no hay ni siquiera una batalla. Ni un ataque, ni un comando, ni una guerrilla siquiera. A veces, el campo de batalla es nuestro campo, el lugar donde paseamos, los caminos que nos llevan al bosque cercano. A veces, el campo de batalla es el mismo bosque que hay junto a nuestro pueblo. O es un bosque en una sierra, o la sierra misma es el campo de batalla.
Los guerrilleros se iban a la sierra a librar sus batallas: la guerra de guerrillas se inventó en España. Al menos se inventó la palabra guerrilla. Era el combate desigual contra los franceses invasores. Los ejércitos de Murat y Napoleón, que traían la ilustración prendida de las bayonetas y nos arrojaban el progreso con salvas de fusilería, fuego artillero y cargas de caballería e infantería.
La guerrilla se exportó. La más conocida, la cubana. Los hombres del Granma – no había mujeres-. Voy bien Fidel, dicen que decía Cienfuegos. Ahora, Cuba es un subproducto de aquella guerrilla heroica. Y también fue famosa la de Vietnam, la patria de tío Ho, que era un poeta de versos encendidos.
Los franceses aplicaron lo aprendido en España, un siglo antes, y se revolvieron contra los alemanes. Una poderosa acorazada. Parecida a ésta que es económica, que no dispara, y que juega en un campo de batalla de hombres grises con un ejército de hombres de negro.
En Bosnia Herzegovina, en 1992, el campo de batalla estaba en los pueblos, en las ciudades. Se apostaban los francotiradores en las ventanas y mataban a sus vecinos cuando salían a la compra. Atrapaban familias, y las desmenuzaban con saña y con venganza. Allí, junto a Mostar y en Banja Luka, nuestro Ejército aprendió a conocer armas de guerra distintas. Cucharas que sacaban ojos de sus cuencas, por ejemplo. Hombres y mujeres despiadados que convertían las cunetas en territorio enemigo, junto a la casa del vecino. Duermo con un Kalasnikov debajo de la cama, matarón a mi padre y sé quién lo hizo, me contaba Ibrahim, fotógrafo, junto al puente reconstruido, hace un millón de años de aquella guerra.
Nuestras tropas – de interposición – evitaron muchas muertes en Herzegovina. El campo de batalla era el deber moral de ayudar al débil, impidiendo el avance inmoral del fuerte.
Muchos de aquellos soldados que estuvieron en Bosnia fueron, más tarde, a Afganistán, Líbano. Y también a Kosovo, que es una metáfora del nacionalismo despiadado. Aprendieron mucho nuestras tropas, en sus misiones de paz. Y también en la de guerra que organizaron en las Azores, los del milagro económico, los amigos de Rato. No aprendieron nada, formalmente hablando, en Perejil, tierra de conquista del ministro anglófilo y hondureño que gustaba de mandar huevos, más que tropas. Por eso, quizá, los dejó desplomarse en un avión de cochambre cuando volvían de otra guerra. Nuestras tropas cansadas volvían del campo de batalla. No llegaron.
No llegará a casa un cabo primero de la UME, la unidad creada para luchar en los campos de batalla que hay junto a nuestras casas y a la que pertenecen muchos de los mejores soldados formados en las misiones internacionales. La Unidad de Emergencias lucha contra la naturaleza desbocada Las zonas invadidas por las llamas, los terremotos, las catástrofes naturales. No contra la naturaleza desbocada de los hombres, como en las guerras, sino con hombres – y mujeres – contra la naturaleza cuando ésta se vuelve contra nosotros.
Ha muerto un soldado. Hay lugares del mundo en los que no es noticia la muerte de un soldado. En España sí. Nuestras tropas no tienen nada que ver con el ejército aquel del ¡vivan las cadenas!, tantos años después, con insistencia. Nada. En Sarajevo dices España y te saludan presentando sus respetos. Son funcionarios sin paga de Navidad, nuestras tropas que luchan contra el fuego, los terremotos, las inundaciones. Funcionarios abusones que viven con trabajo seguro: combatir nuestra desgracia. Seguros de vivir en peligro. Pero eso no sale en el BOE. Deben pensar, algunos, que va en el cargo.
La Sierra de Gata es un lugar bonito. Como en la película de Arthur Penn, el sábado, quizá, era un buen día para morir. Pero no un soldado de la UME, un cabo primero, que volcó con su autobomba al caer por una pista de tierra. Un soldado, un funcionario recortado. Un guerrillero contra el fuego en el campo de batalla: junto a su casa, quizá. En la ladera de los montes que hay junto a un pueblo, es posible.
Este fin de semana, la Sierra de Gata no fue, ni mucho menos, el jardín del edén. Fue, más bien, la antesala de un infierno. Hay soldados luchando contra las llamas del Averno. Una mala noticia, en la Sierra de Gata, en las Islas Canarias.
Pero es noticia que aún hay quienes luchan por nosotros, incluso con la vida por delante. Esa es una buena noticia. Y nadie puede recortarla. Descanse en paz, camino del Edén.
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Rafael García Rico