lunes, noviembre 25, 2024
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La curiosidad marciana

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Por lo visto la cuna de nuestra especie está cerca del cuerno de África. Echamos a andar en Etiopía, y desde entonces nos desplazamos en todas direcciones haciendo un viaje por el planeta con más ritmo y más gracia que el que realizamos por la pirámide de la evolución.

Con Gagarin nos fuimos fuera de las fronteras de la estratosfera; hicimos más pequeño el planeta y a cada vuelta de circunvalación que dimos en su pequeña capsula, en el espacio exterior, multiplicamos nuestras ambiciones de explorar lo desconocido.

Gagarin fue un militar, un héroe. Un hombre al servicio de una idea o, más bien, al servicio de una necesidad: materializar la supremacía de una idea, un modelo, más allá del perímetro de nuestras certezas. Lo hizo, y abrió con sonrisa espacial la carrera más veloz de todos los tiempos, la que disputaron los Estados Unidos y la Unión Soviética en la segunda mitad del siglo XX. Tenemos inoculado el veneno de Colón, que era listo, audaz y pretencioso, y suficientemente valiente como para embarcarse con los pinzones camino de ninguna parte con el afán de quedarse con una porción considerable de ella.

La codicia es un motor inigualable. Nuestro paso por la existencia del planeta es buena muestra de ello. La miseria moral del codicioso ha motivado más que la buena voluntad del generoso. Así es y poco queda por decir que no sepamos todos. Por eso se ampliaban las fronteras en cada movimiento de nuestro género humano: no para ver más mundo, mejorar la vida de los nuestros o para satisfacer nuestra inquietud, qué va; el propósito siempre ha sido poseer más, apropiarse de algo, la fama y todo el alijo de vanidades que acompañan al éxito personal y las propiedades de la conquista.

A la luna, en cambio, no fuimos para abrir franquicias humanas, ni para atesorar los beneficios de sus minerales como un bien de la nación que llegara antes; a la luna fuimos los humanos por algo aún menos virtuoso: para enseñar el músculo de la potencia viajera en plena guerra fría. Fue el hombre de cromañón, en su versión norteamericana, el que conquistó la luna para ganar al neandertal, en su apariencia soviética, en tan estúpida tarea.

Pero qué le vamos a hacer, así somos. Vamos y venimos. Como Marco Polo o como Ibn Batuta, asombrándonos, por deferencia, de las virtudes y beneficios que poseen las culturas de los otros. Viajar cura vicios malos como el racismo o el fascismo, según sabemos por nuestros intelectuales más señeros. Por eso, cuando oigo que emprendemos una nueva odisea, aplaudo con ilusión: puede que más allá, esté la respuesta a lo de más acá que no entendemos.

La nave Curiosity ha descendido hasta la superficie de marte, enviándonos información e imágenes instantáneas. Un prodigio de la ciencia empleado para ampliar los horizontes de nuestra visión. De momento, la nave no nos informa de la existencia de bárbaros marcianos. No quiero pensar en que hubiera ocurrido con una nave foránea a los pocos minutos de aterrizar en el planeta azul.

El asunto es que de la epopeya de la nave interestelar con rumbo a Marte, me quedo con su nombre: Curiosidad, que es como lo traduce Google. Nunca un nombre estuvo tan bien puesto y reflejó tanto una actitud noble en la lógica de estos viajes más allá de los confines de la tierra: ni la ambición ni la exportación ni el afán de conquista, tampoco la voluntad de imponerse a otros en la iniciativa. Curiosidad es un motor más digno, decente y significativo que la codicia. No cabe duda.

Gracias a la Curiosidad somos como somos, en nuestra versión más hermosa, y nos manifestamos en nuestras mejores actitudes. Aplaudo, pues, la decisión bautismal del artefacto viajero.

La curiosidad, al fin y al cabo, ya rondaba por los jardines del Edén, antes incluso de que existiera marte. ¿O no?

Rafael García Rico-Estrella Digital

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