Dicen en los despachos del Ministerio de Jorge Fernández Díaz que están hartos de su protagonismo y de su vanidad rampante; de su obsesión por twitter y de sus pegajosos amigos de la oposición – algún diputado espía que presumía de tener grabadas sus alegrías a lo Hormigos- y que ya no saben dónde meterse cada vez que abre la boca para pintarla. La señora Cifuentes, de marido inédito en la legalidad y malas compañías en la oposición – el diputado faltón que la escribe a ella y a la señora Valenciano con iguales propósitos– ha perdido el tren de la sucesión política a Aguirre, para el que tanto había trabajado.
Las cargas policiales del día 25 y 26 de septiembre junto al Congreso de los Diputados no estuvieron motivadas ni por el peligro de un asalto al Congreso de los Diputados ni por la intentona golpista de una multitud enfurecida que pusiera en peligro la estabilidad democrática y las libertades civiles. La carga fue propiciada por Cristina Cifuentes que llevaba semanas intentando convertirse en la protagonista principal de los méritos en la lucha contra la algarabía y así marcarse una medalla política que le fuera útil en su carrera para suceder a Esperanza Aguirre, antes, y a Ignacio González, ahora, como favorita de la calle Génova en un tiempo nuevo sin lideresa.
Para ello lleva meses trabajando la señora Cifuentes, hasta el punto de esconder a su marido, un señor en busca por un juzgado por una presunta estafa, y exhibirse ella ante los manifestantes contra las congelaciones salariales con el fin de recibir algún arreón oportuno que le abriera las puertas definitivas de la fama política. Ella, dispuesta a todo, se ha buscado esta oportunidad de agente policial como estandarte de su carrera política, pero la señora Aguirre, al largarse sin contemplaciones, ha impedido la estrategia de la araña de la señora Cifuentes y la red que estaba tejiendo se le ha quedado definitivamente pequeña para sus propósitos sucesorios.