lunes, septiembre 16, 2024
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Primera abdicación en 200 años

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Han tenido que pasar poco más de 200 años para que se utilizara por fin la disposición que marcó la Constitución de 1812, que regulaba por primera vez la abdicación del Rey y establecía la exigendia de autorización de las Cortes.

Este principio fue consecuencia de la teoría del pacto entre el monarca y el pueblo y se incluyó en esta Constitución de Cádiz como consecuencia de los sucesos de Bayona entre Carlos IV y Napoleón.

Para poner fin al acto ominoso por el que se cedía a José Bonaparte los derechos dinásticos de la monarquía española, las Cortes aprobaron el Decreto de 27 de diciembre de 1810 por el que se proclamaba rey legítimo a Fernando VII y se declaraba nula la cesión de la Corona que su padre, Carlos IV había hecho en Napoleón.

La razón constitucional para revocar esta cesión de derechos dinásticos era que no había habido consentimiento de la nación. Así, lo puso de manifiesto el diputado extremeño, Muñoz Torreros en la primera sesión de las Cortes de Cádiz. La renuncia de Fernando VII a los derechos dinásticos adolecía de dos defectos que la invalidaban. La renuncia se había producido bajo los efectos de la coacción y además y muy especialmente la cesión se realizó sin el consentimiento de la Nación.

Este pacto entre la Corona y la Nación se va a recoger en las constituciones del nuestro siglo XIX. Así, las Constituciones de 1837, 1845, 1869 y 1876 exigían que el Rey estuviera autorizado por una ley especial para abdicar de la Corona.

Sin precedentes

A pesar de haber pasado más de 200 años desde entonces, hasta la fecha nunca se aplicó esta previsión constitucional. En el caso de Amadeo de Saboya, su abdicación se produjo por un cruce de cartas entre el propio Rey y el presidente de Gobierno, Ruiz Zorrilla, quien la remitió a las Cortes que a su vez envió al Monarca un mensaje aceptando la abdicación. Este intercambio de mensajes entre Amadeo y las Cortes sustituyó a la ley prevista por la Constitución.

Por otra parte, la Reina Isabel II firmó una declaración de abdicación en 1870, pero jurídicamente no fue tal abdicación sino una renuncia de sus derechos a favor de su hijo Alfonso XII. Tampoco abdicó Alfonso XIII al proclamarse la II República. Fue mucho después en 1941 cuando renunció a sus derechos dinásticos a favor de su hijo D. Juan.

En la vigente Constitución de 1978 no se regularon los requisitos de la abdicación, remitiéndose a lo que establezca la ley orgánica prevista en el artículo 57.5. La regulación de la abdicación no es una duda en la sucesión en la Corona sino un vacío legal que es necesario cumplimentar. Es decir, no obligaba al Rey a estar autorizado por una ley para abdicar, sino que prevé que una ley orgánica regule este proceso políticamente complejo para el caso que se produzca.

La abdicación es un acto unilateral de carácter recepticio, personal e irrevocable en cuya virtud se produce la renuncia al ejercicio de las facultades constitucionales inherentes a la condición de Rey.

El artículo 57 de la Constitución que encabeza el Título II dedicado a la Corona, establece en su apartado 5 que “las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden sucesorio a la Corona se resolverán por una ley orgánica”. La redacción de este texto tiene una evidente reminiscencia histórica por cuanto es consecuencia del pacto entre la monarquía y la nación representada por las Cortes.

La abdicación del Rey debía refrendarla el Presidente del Gobiernotal como establece el artículo 64.1 de la Constitución. A su vez el Presidente debería poner en conocimiento del Parlamento el acto de abdicación del Rey. Por su parte, las Cortes Generales reunidas en sesión conjunta deberían tomar conocimiento de esta abdicación, que siempre deben aceptar, dado el carácter personalísimo e irrevocable del acto de abdicación. 

Lo que está claro es que con la abdicación entra directamente a ejercer las funciones reales el Príncipe heredero. Pero el Rey no abdica en el Príncipe, este se convierte en rey por derecho propio, con independencia de su posterior proclamación y juramento ante las Cortes.

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