La fotógrafa Queca Campillo murió ayer en Cáceres a los 65 años de edad, víctima de un cáncer. Seguramente ella habría dado la noticia exactamente igual de escueta y cruda, solo que con su áspero e inconfundible acento extremeño. Queca Campillo ha sido fotógrafa y testigo indiscutible de los últimos 40 años de la historia de España, ha retratado y tratado a los principales personajes del país de estos años.
Tras una etapa inicial en el diario Pueblo –la forja de los periodistas que luego contarían la Transición a la democracia–, Queca Campillo recaló en la revista Tiempo, semanario político de Grupo Zeta, en 1982, donde ha estado publicando sus fotos hasta los últimos años. La clave de la obra de Campillo fue su conocimiento personal y bastante profundo de los protagonistas del tiempo que le tocó vivir y retratar. Solo así se pueden conseguir retratos amables y profundos como los que hizo de la reina doña Sofía en alguno de sus viajes al extranjero. También hay en el archivo de Queca Campillo fotos excepcionales, como el de Kumari, la diosa niña viviente de Nepal. La única foto en el mundo hecha a semejante personaje es suya.
Uno piensa que la vida vista a través de los ojos azules de Queca Campillo era un poco diferente a veces de cómo la veían los demás mortales. Buena parte de su patrimonio profesional procede de haber estado en primera línea en unos años clave, fecundos para la profesión periodística y para la política, con personajes irrepetibles, como el rey Juan Carlos o Felipe González. Y no haberlo desaprovechado. Esta fotógrafa formaba parte de grupo de jóvenes profesionales que se encontraron la Transición en ebullición justo cuando ellos arrancaban su momento profesional más brillante. Crecieron juntos, el cambio político en España y su trabajo.
Y ahí cada cual, con su personalidad. Queca Campillo tenía la suya, bastante fuerte, hay que decirlo. Su aspecto de larga melena rubia, ojos azules y buena forma física no debía desorientar a nadie. Hablaba fuerte y áspero, sin pelos en la lengua. Y actuaba como pensaba, a veces hasta las últimas consecuencias.
Ya veterana viajó a Irak, a lo que parecía el inicio de la postguerra, que en realidad era casi los albores de la verdadera guerra, junto a la periodista Silvia Gamo de Tiempo, y un grupo de informadores españoles, entre los que estaba Letizia Ortiz, entonces reportera, no reina. La reina, en cualquier caso y entonces, era Queca, que imponía tablas, experiencia y resolución hasta la misma cámara privada del almirante Juan Antonio Moreno Sussana, a donde ella se dirigía a que fueran atendidas sus sugerencias y numerosas reclamaciones.
Llevaba esos días Queca –porque le daba la gana– una indumentaria ciertamente insólita en el humeante Irak: camiseta blanca, ceñido vaquero blanco, zapatos rojos. Y de esta guisa entró, sin más compañía que una canon digital, en el mercado de Um Qasar. Entró sola, pero salir, hubo de salir en compañía de una escuadra de infantes de marina, que acudieron en vista del altercado que se había montado en torno a la periodista rubia vestida de blanco.
Cualquiera se hubiera quedado con la anécdota de la excentricidad de Queca Campillo en aquel Irak en guerra. Pero lo que realmente ha quedado de aquella peripecia es la foto de unos ojos de húmeda viveza enmarcados por un velo y sayo negro, el que lucía la viuda de guerra que retrató en aquellas magistralmente Queca Campillo, de profesión fotoperiodista.