sábado, septiembre 21, 2024
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El infierno de Asunta estaba en casa

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Por unanimidad y sin tibiezas, un jurado popular ha determinado que Rosario Porto y Alfonso Basterra son culpables del asesinato de su hija Asunta. Atrás queda el rosario de dudas procesales que esparcieron las defensas, y el prestigio social de Porto, hija de una familia notable y patricia de Santiago de Compostela. Quizás ese punto sea el que ha convertido este caso en especial, más allá de la atrocidad que supone que unos padres maten a su hija.

Un cuerpo pequeño, frágil y delgado, de rasgos asiáticos apareció en el bosque el 23 de septiembre de 2013. Ya no exhalaba vida ni respiración una niña brillante, guapa, activa, criada por una familia notable, culta y bien considerada socialmente. Pero nadie sabía lo que pasaba cuando la puerta de la casa familiar se cerraba.

Lo que se ha sabido durante la instrucción de caso, y sobre todo durante las semanas de juicio, es que al cerrarse la puerta de esa casa se desencadenaba una película de terror. Una niña drogada con los opiáceos de la madre, un divorcio muy mal avenido, una relación casi subsidiaria del periodista Alfonso Basterra hacia su mujer. No, Asunta no debió de ser feliz en esa casa.

Tampoco parece que lo fuera su padre, Alfonso Basterra, que aparece dibujado en un infierno personal tras la separación de una mujer de carácter y personalidad arrolladora. Una mujer que mantenía una relación sentimental con otra persona, cuyos entresijos también han quedado sometidos a la luz de los focos como resultas de la investigación.

A primera vista era difícil apuntar a esta familia como autora de la horrible muerte (drogada, indefensa, asfixiada por quiénes más quería) de Asunta. Rosario Porto, ya se ha dicho, mantenía el prestigio de una ilustre familia dedicada al Derecho. Una mujer menuda, morena, que se movía por Santiago de Compostela con un anticuado mercedes, con el que muchas veces iba de su domicilio a la finca familiar, un precioso paraje en las afueras de Santiago de Compostela.

Pero en su loco propósito de asesinar a su hija ni Rosario ni Alfonso cayeron en la cuenta de que, a día de hoy, todos vivimos entre el Show de Truman y Gran Hermano. Ese Gran Hermano de cientos de ojos registró las extrañas idas y venidas de Rosario por Santiago. De ida con la niña, de vuelta sin ella. Una coartada derribada por los objetivos de las cámaras de seguridad y control de tráfico que jalonan las calles de la capital gallega.

Luego ya vino todo lo demás. El teniente de la Guardia Civil que, afinado su instinto policial, ve acciones raras en la madre cuando está indagando en la casa. Unas cuerdas que intenta esconder. La autopsia que revela que Asunta había tomado ese día 27 comprimidos de orfidal. Una dosis descomunal en el cuerpecillo de una chica delgada y de reducido tamaño, en un cuerpo muy frágil. Y ya todo se vino abajo.

Las contradicciones

Lo primero, las contradicciones en las coartadas. Los agentes no vieron dolor en la mirada de Rosario, al menos el dolor que se espera en la muerte de un hijo. Como un castillo de barro, la sólida posición social de Porto y Basterra se fue deshaciendo a medida que se ataban cabos sobre cómo era su vida con la niña. Una niña que ya apareció drogada en clases de música. ¿Cómo es posible que la niña contara a sus amigas del cole que la habían intentado matar una noche de julio y no saltaran las alarmas? A la luz de su cadáver tirado en un bosque, todos los cabos se ataron y se dibujó el panorama real, aterrador.

Solo se explica que las alarmas no saltaran antes por el enorme respeto social que se tenía en la ciudad a una pareja culta, educada, amable. Al menos de puertas afuera de su casa. Porto no fue coherente ni explicando el suceso del intruso en su casa en julio. Aseguró que había cambiado la cerradura en ese momento. El cerrajero dijo que no lo hizo hasta enero. El intruso enmascarado y vestido con ropas oscuras siguió teniendo acceso a la niña sin que la madre hubiera hecho nada para evitarlo.

Porto dijo que se “habían intentado llevar a la niña”. La niña desapareció de su vida esa tarde de julio de idas y venidas, de teléfonos en paraderos extraños, de cuerdas naranjas amortajando el cuerpecillo de Asunta, de drogas y muerte. El veredicto del jurado, que ha vivido semanas fuera del contacto con sus familias o amigos, encerrados en un hotel, con los móviles requisados por la Policía, es claro: culpables.

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