El 30 de julio de 2009 una bomba-lapa colocada en los bajos de un coche patrulla de la Guardia Civil hizo explosión en el cuartel de Palmanova con los dos agentes dentro y a unos cientos de metros de las playas donde esos días veraneaban 30.000 personas.
No era la única lista para hacer explosión. En un vehículo próximo había un segundo artefacto que fue detectado gracias a un perro policía y detonado de forma controlada. Solo once días después estallaron tres de baja intensidad en diferentes puntos de la capital balear sin causar heridos.
Las incógnitas en torno a este atentado son todas. Nada más estallar, la Delegación del Gobierno en Baleares puso en marcha la «operación Jaula» para controlar las salidas de Mallorca por aire o por mar. Parecía que, al tratarse de una isla, sería más fácil localizar a los etarras, pero no fue así.
«Es alucinante, no hay nada. Y la Guardia Civil está desesperada con ese tema. Te preguntas: ¿cómo es posible no se haya podido sacar nada de información, ningún vuelo, ningún barco? Posiblemente, me decían, podían ser legales, gente que no estuviera fichada y que vivía en el País Vasco tan tranquila».
Son las palabras de Daniel Portero, presidente la asociación de víctimas del terrorismo Dignidad y Justicia, personada como acusación en el juzgado que aún lleva el caso, el central de instrucción 4 de la Audiencia Nacional, donde los tomos de la causa no destacan por su abundancia.
Fuentes de la investigación corroboran a Efe que, pese a que la Guardia Civil nunca ha abandonado las pesquisas y que se han seguido numerosas pistas, todas han resultado infructuosas. «No desistimos y seguimos trabajando», aclaran.
El juzgado (empezó llevando el asunto Fernando Andreu y pasó luego a José Luis Calama) mantiene el caso abierto y el último paso que dio es cursar una comisión rogatoria a Francia pidiendo información.
Pero a día de hoy no se sabe quiénes eran, cómo consiguieron y trasladaron el material explosivo ni dónde se alojaron. Se cree que se quedaron en la isla un tiempo y colocaron la segunda tanda de bombas, en este caso de poca potencia, en los baños de un bar, un restaurante y unos subterráneos de la plaza Mayor de Palma.
«Se sabe que alguien les ayudó, sospecharon de que grupos radicales independentistas de la isla, pero no se llegó a concluir nada», resume Portero, para quien los padres de las víctimas «están totalmente desasistidos judicialmente».
Llega a esta conclusión porque el juez tiene sobre la mesa, dentro de la misma causa, una desgajada de otro juzgado por delito de lesa humanidad contra Mikel Carrera Sarobe, «Ata», que dirigía la banda cuando ocurrió el atentado de Mallorca.
«Ata», junto a otros exjefes etarras, está procesado por este delito pero la causa está parada pendiente de que la Fiscalía presente escrito de acusación contra él y contra los otros terroristas.
Portero atribuye el parón a que este tipo de autoría -recurriendo a un delito más genérico de lesa humanidad sin pruebas que vinculen directamente a «Ata» con el atentado- no se quiere usar en casos de terrorismo por «cobardía» y temor de que ETA vuelva a matar.
Los asesinatos de Salvá y Sáenz de Tejada, que tenían entonces 27 y 28 años, fueron los últimos de la banda en España, hasta que casi ocho meses después, en marzo de 2010, ETA cometió su último atentado mortal. Fue en Francia, donde asesinó al gendarme Jean-Serge Nérin en el transcurso de un tiroteo.
Pero no fue hasta ocho años después cuando, el 3 de mayo de 2018, ETA oficializó su disolución después de sesenta años de terrorismo y más de 850 asesinatos.
Lo hizo con un tercio de sus asesinatos sin resolver (307, según la AVT), entre ellos los de los dos guardias civiles cuyas familias siguen buscando a los responsables. Y es que, en boca de Antonio Salvá, padre de Diego, «las heridas no se cierran nunca».
Estrella Digital