viernes, noviembre 22, 2024
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Yebra: 25 años de una catástrofe devastadora que se llevó diez vidas

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Era un día veraniego y nada hacía presagiar la tragedia, porque aunque las previsiones meteorológicas alertaban de posibles tormentas, nadie podía imaginar la lluvia torrencial descargaría la que se formó en la tarde, como comenta a Efe el alcalde de Yebra, Juan Pedro Sánchez Yebra.

Los vecinos de la localidad recuerdan nítidamente que el día soleado de agosto se convirtió en noche cerrada sobre las 21.15 horas, cuando comenzó una tormenta que tuvo efectos devastadores y en el municipio vecino de Almoguera, aunque en este caso solo provocó daños materiales.

«Ese día la gente asumió que no había nada que fuera imposible», porque esas riadas que se veían en Levante se pensaba que nunca podían producirse aquí», porque la orografía no lo propicia, señala Sánchez Yebra, que añade: «Pero cayó tal cantidad de agua en tan poco tiempo como jamás podríamos haber imaginado».

El agua se acumuló en la parte alta del pueblo hasta que la presión hizo que bajara en riada, «como en grandes olas», recuerdan los vecinos, inundando y embarrando el centro del municipio, arrasando garajes, locales y viviendas, y levantando y amontonando coches.

Aquel día, la suerte o el destino llevaron a muchos vecinos a pensar que habían vuelto a nacer, porque pudieron salir bien parados del caos y la devastación que provocó la lluvia torrencial, aunque no fue así para las diez personas que murieron.

Siete de los fallecidos eran vecinos de Yebra, que en su mayor parte se habían resguardado de la lluvia en una nave tras asistir a un funeral, y que acabó siendo inundada por el agua y los otros tres fueron el director de la central nuclear de Zorita, Juan Vicente Llinares, y su esposa, que murieron cuando su coche fue arrastrado por la riada, y un camionero que falleció tras volcar su camión en la carretera de Albares.

La suerte, la buena suerte o «toda la suerte del mundo», libró a otros muchos de un destino similar, como cuenta Victorio Torre, uno de los supervivientes, quien desde su coche vio la «inmensa cantidad de agua» que bajaba, que «daba mucho miedo, porque era totalmente anormal».

Después vio con impotencia como el agua llevaba al vehículo «navegando» entre remolinos.

Perdió la esperanza: «Cerré los ojos y me empecé a despedir mentalmente de mi gente, porque internamente me dije: De aquí no sales», admite, aunque tuvo la suerte de que el agua no lo llevó por el centro del pueblo, sino carretera abajo hasta una vega, donde el coche paró y pudo salir.

Aunque cuando llegaba al cementerio oyó una voz, miró hacia abajo y al trasluz de los relámpagos y las luces de los coches que arrastraba el agua, vio un brazo que salía del agua y oyó una voz que pedía socorro.

No lo pensó y se giró dejándose llevar por el agua hasta llegar a ese brazo «y tirar de la mano para sacarla», cuenta Victorio, quien salvó de esta forma a Amparo.

«Aquel día aprendí que cada uno tenemos la raya donde la tenemos y nosotros no la teníamos aquel día», sentencia Victorio, que también comprobó «que cuando las personas tenemos la soga al cuello tenemos diez veces más poder que lo que nos parece y hacemos cosas que nunca pensaríamos poder hacer». 

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