jueves, diciembre 5, 2024
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Los abogados y el blanqueo de capitales

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El recientemente publicado Reglamento de la Ley de prevención de blanqueo de capitales ha vuelto a poner en primer término el debate sobre la posición que ocupan los abogados respecto de sus clientes y lo que de ellos conocen, su persona, sus acciones, sus relaciones con otras personas y sus bienes.

Lo primero que debe tenerse presente es que, en virtud de los principios de jerarquía normativa y reserva de ley, el reglamento no puede regular algo que no esté previsto en la ley ni desarrollarlo de forma contraria a lo que en esta se dispone.

El Reglamento al que me refiero, aprobado por Real Decreto 304/2014, de 5 de mayo, regula las obligaciones que la Ley de prevención de blanqueo de capitales y financiación del terrorismo impone a sus destinatarios, a los que llama sujetos obligados, entre los que se encuentran los abogados. Pero los abogados en nuestro país, como en todos los países de nuestro entorno, realizan cotidianamente una variada panoplia de funciones que exceden con mucho la defensa de los intereses de sus clientes en las distintas jurisdicciones (civil, penal, social, contencioso-administrativo). En la defensa de esos intereses en los procedimientos judiciales la consideración que merecen los abogados es similar a la de los sacerdotes en la confesión o la de los médicos respecto de sus pacientes.

En consideración a ello la Ley de prevención del blanqueo de capitales sólo entiende que los abogados son sujetos obligados cuando (art. 2 ñ)) participen en la concepción, realización o asesoramiento de operaciones por cuenta de clientes relativas a la compraventa de bienes inmuebles o entidades comerciales, la gestión de fondos, valores u otros activos, la apertura o gestión de cuentas corrientes, cuentas de ahorros o cuentas de valores, la organización de las aportaciones necesarias para la  creación, el funcionamiento o la gestión de empresas o la creación, el funcionamiento o la gestión de fideicomisos («trusts»), sociedades o estructuras análogas, o cuando actúen por cuenta de clientes en cualquier operación financiera o inmobiliaria. Cuando un abogado realice tareas distintas a las incluidas en esa lista no tendrá la consideración de sujeto obligado y, por ello, no deberá cumplir ninguna de las exigencias de la Ley ni del Reglamento que la desarrolla.

Es decir, cuando realizan tareas distintas de la defensa de los derechos e intereses jurídicos de sus clientes; lo voy a expresar de otra manera, cuando un abogado asesora en una compraventa de una casa, abre una cuenta bancaria para un cliente o participa en la gestión de una empresa, no se diferencia en nada a un asesor fiscal o de un gestor. Indudablemente, bien por la relación de confianza previamente existente, bien por la confianza en las cualidades profesionales del abogado, una persona puede realizar esos encargos a un abogado, pero el trabajo que este realiza en esos casos no es el de la defensa de los derechos e intereses jurídicos de su cliente. Más bien, en estos casos podríamos decir que el abogado participa en la construcción de esos derechos o en la gestión de los mismos, tareas distintas a las que constituyen el núcleo y razón de ser de la abogacía. Y, al igual que un sacerdote no está amparado por el secreto profesional si el conocimiento de un hecho proviene de una fuente distinta del confesionario, el secreto profesional que ampara al abogado es el relativo a su actuación como tal, pero no cuando su actuación aparece desligada del derecho fundamental a la obtención de la tutela judicial efectiva.

Las obligaciones que ley y reglamento imponen a los abogados parten de dos realidades constatadas de forma reiterada; de un lado, casi todos los delincuentes carecen de la capacidad personal suficiente para idear y construir las estructuras que en la actualidad se usan para blanquear el dinero que proviene de delitos; de otro, en bastantes ocasiones se ha acreditado que han sido abogados los que han prestado sus conocimientos y sus despachos para auxiliar a los delincuentes para blanquear el dinero obtenido con su actividad ilícita. Esa realidad impone a cualquier legislador la obligación de reaccionar y poner coto a la colaboración abogado-delincuente. Y eso nada tiene que ver con una rebaja de la altísima consideración que merecen los abogados y la esencial función que desempeñan en un cualquier estado que pretenda calificarse de derecho.

Pero es que, además, España forma parte de esa organización intergubernamental llamada GAFI (Grupo de Acción Financiera) que desarrolla y promueve políticas para proteger el sistema financiero mundial contra el blanqueo de dinero. Organización de gran influencia y que si califica de forma negativa a un país puede hacer que este tenga serias dificultades para conseguir financiación internacional (evitar estar en sus listas, negra o gris, es primordial para cualquier gobierno). Y el GAFI acaba de publicar (febrero de 2012) sus recomendaciones, cuarenta en total, encabezadas por una primera que impone a los países el deber de identificar y evaluar el riesgo que comporta el blanqueo de capitales y tomar las medidas destinadas a mitigar eficazmente esos riesgos, debiendo esas medidas ser proporcionales a los riesgos identificados, y cuando los países identifiquen los riesgos más graves deben asegurarse de que su régimen aborda adecuadamente esos riesgos. Esta primera, y capital, recomendación impone, finalmente, a los países la obligación de exigir a las instituciones (financieras y no financieras) y también a las profesiones designadas (y la abogacía es una de esas profesiones designadas por el GAFI), la identificación, evaluación y toma de medidas eficaces para mitigar su riesgo de blanqueo de capitales.

Es decir, ya sea por devoción, ya por obligación, las medidas que se han impuesto a los abogados, sólo en determinados casos como he dicho, deben cumplirse.

Y si no se cumplen el riesgo de ser detectado el incumplimiento por una inspección será mayor o menor ¿Quién no se ha saltado un stop alguna vez? Pero en el caso de que ese incumplimiento de lugar a que se produzca un delito de blanqueo de capitales el riesgo de ser condenado como autor de ese delito no debería despreciarse. Sobre todo si se tiene en cuenta que ya hay sentencias en este sentido; así invito a echar un vistazo a la STS 4934/2012, de 9 de julio o a la STS 8463/2012 de 9 de noviembre. Y, más recientemente, la STS 985/2013, de 6 de febrero de 2014 ha dicho que: Nuestra jurisprudencia … ha establecido que en aquellos supuestos en los que se haya probado que el autor decide la realización de la acción, no obstante haber tenido consistentes y claras sospechas de que se dan en el hecho los elementos del tipo objetivo, manifestando indiferencia respecto de la concurrencia o no de estos, no cabe alegar un error o ignorancia relevantes para la exclusión del dolo en el sentido del art. 14.1 CP. Esta situación, como se ha dicho, es de apreciar en aquellos casos en los que el autor incumple conscientemente obligaciones legales o reglamentarias de cerciorarse sobre los elementos del hecho, como en el delito de blanqueo de capitales, o en los delitos de tenencia y tráfico de drogas, cuando el autor tuvo razones evidentes para comprobar los hechos y no lo hizo porque le daba igual que concurrieran o no los elementos del tipo; es decir: cuando está acreditado que estaba decidido a actuar cualquiera fuera la situación en la que lo hacía y que existían razones de peso para sospechar la realización del tipo.

Y, de otra parte, refiriéndose al delito de blanqueo de capitales, la STS 7441/2011, de 2 de noviembre, dijo: La imprudencia se exige que sea grave, es decir, temeraria. Así en el tipo subjetivo se sustituye el elemento intelectivo del conocimiento, por el subjetivo de la imprudencia grave, imprudencia, que por ello recae precisamente sobre aquél elemento intelectivo. En este tipo no es exigible que el sujeto sepa la procedencia de los bienes, sino que por las circunstancias del caso esté en condiciones de conocerlas sólo con observar las cautelas propias de su actividad y, sin embargo, haya actuado al margen de tales cautelas o inobservando los deberes de cuidado que le eran exigibles y los que, incluso, en ciertas formas de actuación, le imponían normativamente averiguar la procedencia de los bienes o abstenerse de operar sobre ellos, cuando su procedencia no estuviere claramente establecida.

Dicho lo cual, que cada uno actúe conforme quiera y asuma los riesgos que estime oportuno.

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