jueves, noviembre 28, 2024
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Entre el populismo y el sueño americano

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El grado de rabia determinará el voto el próximo martes en Estados Unidos. La misma rabia que laceró el europeísmo británico o amenaza a la derecha francesa. La misma que ha destrozado a la izquierda tradicional en Grecia o España.

Se suele explicar la ira que administra Trump por el aumento de la desigualdad, debida a la globalización y las políticas de austeridad. La rabia movilizaría a las personas desempleadas, poco cualificadas, empobrecidas o a quienes reciben beneficios sociales. En este relato, la inmigración roba empleos y se beneficia ilegítimamente de los servicios públicos.

Sin embargo, los análisis realizados en Estados Unidos revelan que los votantes de Trump no son los que han sido perjudicados por el libre comercio sino que su nivel de renta está por encima de la media. Si votan la propuesta xenófoba, machista o antiglobalización y antiinmigración no es por razones económicas sino por razones culturales y políticas.

En el ámbito político, Trump está rentabilizando la polarización política en Estados Unidos durante los últimos ocho años. A medida que los moderados políticos han sido expulsados, el bloqueo de las políticas publicas se ha agravado. La pérdida del valor de equilibrio y utilidad del bipartidismo alienta la rabia antisistema.

La decepción política legitima las guerras culturales que han dividido a la sociedad americana desde finales de los años sesenta. La relevancia de la economía es que la crisis financiera creó condiciones para una reacción política de votantes que han perdido las batallas culturales sobre la raza, el género y la identidad social. Pero los conservadores sociales no constituyen mayoría; deben unirse con el radicalismo económico que representó Reagan y que quiere intensificar la competencia y la desregulación.

Una suma política que alienta promesas inverosímiles como construir un muro entre los Estados Unidos y México o traer empleos manufactureros desde el extranjero para recuperar la manufactura que engrandeció la cultura del trabajador varón y blanco americano.

Dos de los eslóganes más eficaces de las campañas de Trump han sido «retomar el control» y «quiero recuperar a mi país». Es decir, nacionalismo frente al carácter cosmopolita en el que se ha convertido el sueño americano.  

Desde luego, la debilidad de Clinton es ser una genuina representante del bipartidismo paralizante, de la parte oscura del sistema y de la incapacidad de dar soluciones a la calidad de vida de los hijos de las clases medias emergentes, muy especialmente las afroamericanas. Por el contrario, la fortaleza de la propuesta de Clinton es la defensa del modelo americano de ascenso y mejora social que han abrazado muchos inmigrantes, especialmente los latinos.

No han dejado de aceptar los demócratas algunos reparos populistas a la globalización que se incluían en el discurso de Sanders, el competidor demócrata de Clinton. La fuerza de la propuesta de Clinton es que la globalización no puede deshacerse pero hay medidas que la corrigen.

Cualquier esfuerzo por devolver el genio a la botella desencadenaría guerras comerciales y, además, no podría restituir, digamos, el empleo de la industria siderúrgica a lo que era a finales de los sesenta.

Clinton se apoya en una tradición demócrata con notable peso social en las denominadas minorías: tomar la globalización como un hecho y adoptar medidas para ayudar a compensar a aquellos que podrían perder.

Los demócratas siguen apoyando políticas como el seguro de salarios y el seguro de salud universal y los republicanos todavía se oponen a ellas. Por lo tanto, el electorado estadounidense está eligiendo sobre  abordar la realidad de la globalización, ayudando a los que han quedado atrás, o inclinarse hacia un nacionalismo populista, restrictivo y culturalmente regresivo.

Frente a lo que se dice no es la economía; es la raza, el género, la inmigración lo que esta vez se discute.

Juan B. Berga

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