En junio de 2017 la ONU organizó la primera Conferencia de los Océanos. Aquella fue una de esas cumbres que dejan un marcado sabor agridulce: por un lado, fue tremendamente positivo que las naciones de –casi– todo el mundo se diesen cuenta del grave problema medioambiental que enfrentan ya los océanos; por otro, que la conferencia se celebrara hace tan solo dos años nos demuestra que hasta ahora la comunidad internacional no ha sido consciente de un hecho irrefutable: si los océanos del planeta se mueren, pronto les seguiremos nosotros.
El estado de nuestros mares y océanos no es bueno y es algo que cualquiera de nosotros puede comprobar en un día de playa: malos olores en la orilla, plásticos y basuras que se desplazan al ritmo de las olas e incluso plagas de medusas cada vez más grandes y persistentes. Todo son señales de que algo va terriblemente mal en el 70% de la superficie del planeta, la misma que ocupan los océanos. Vamos a comprobar hasta qué punto la actividad humana afecta al mayor ecosistema que tenemos.
La máquina de la vida
Las teorías más consolidadas sitúan el origen de la vida en los océanos, en esa especie de «sopa primitiva» que les precedió. De eso hace unos 4000 millones de años según los últimos cálculos; desde entonces, todos los ecosistemas de la Tierra han estado íntimamente ligados a los océanos.
Para empezar, los océanos son el hogar de entre el 50% y el 80% de las especies del planeta: desde el ser más grande de nuestro mundo, la ballena azul, hasta el fitoplancton marino, responsable de la mitad del oxígeno que respiramos. Además, los mares y océanos cumplen otra función clave en la supervivencia de todas las especies –y ahí estamos nosotros incluidos–: regulan la temperatura global y absorben el CO2.
Así que podemos asegurar que los océanos no solo albergan vida sino que la sustentan, incluso dentro de los continentes, donde su influencia parece ser mucho menor. Pero hasta hace muy poco tiempo los océanos no han sido más que una vía de comercio, una fuente de alimentos y el vertedero global del progreso humano.
Lo que ya hemos dañado
Lo del vertedero global no es una exageración. El Servicio de Estudios del Parlamento Europeo estima que entre 4,8 y 12,7 millones de toneladas de plástico acaban cada año en los océanos e incluso llegan a formar inmensas islas de basura. Este es un problema que afecta no solo a los ecosistemas marinos, sino a nosotros mismos. Ya hay estudios que han encontrado microplásticos dentro de nuestros cuerpos y lo más probable es que hayan llegado a nuestra cadena alimenticia a través de la fauna marina. Hablamos, por tanto, de un problema sanitario de primer orden.
El rayo de esperanza aquí es el cambio en la normativa; por ejemplo, el de la producción de plásticos: la Unión Europea ha aprobado una directiva que prohíbe la fabricación de utensilios de plástico de un solo uso a partir de 2021.
Por supuesto, que una ingente cantidad de plásticos termine en el océano pone en peligro a numerosas especies marinas, muchas de las cuales ya están en jaque por la sobreexplotación pesquera.
Tal vez uno de los mejores ejemplos lo representan especies como el atún o el bacalao, cuyo número ha disminuido en un 90% en las últimas seis décadas. Esto nos lleva a un escenario muy real en el que la pesca marina puede terminar desapareciendo en la mayoría de caladeros del mundo si seguimos aplicando la fórmula actual: ecosistemas marinos contaminados, sobreexplotación pesquera y aumento de la temperatura del agua.
Precisamente ese es otro de los puntos clave que nos indica que los océanos se están transformando –para mal– a marchas aceleradas. Según los estudios publicados por la revista Science este pasado mes de enero, en 2018 se batió el récord de aumento de temperatura de los océanos. De nuevo, las principales perjudicadas son las especies marinas, pero esta vez aquellas que forman la base de la cadena alimenticia: grandes arrecifes de coral y bancos de kril. Sin ellos, el resto de especies están condenadas a la extinción.
Tampoco ayuda que los mares y océanos sean cada vez más ácidos como consecuencia del aumento de CO2 en la atmósfera. Esto afecta, de nuevo, a las criaturas más sensibles de la cadena trófica y a todo el equilibrio del ecosistema marino.
Las consecuencias de la acidificación de los océanos no son inmediatas ni fácilmente perceptibles por los humanos –de ahí que el problema haya estado en un segundo plano hasta ahora–. Sin embargo, la subida de las temperaturas de los océanos tiene otra cara aún más visible: los grandes desastres naturales que cada vez se producen con mayor frecuencia y virulencia, como tifones y huracanes.
E incluso las especies invasoras son susceptibles de aprovecharse del cambio climático; no es casual que en los últimos años las costas españolas hayan sufrido plagas de medusas cada vez más intensas y molestas. Ante la falta de depredadores naturales, estas especies se reproducen sin control y terminan invadiendo grandes zonas costeras.
¿Cómo lo solucionamos?
No hay una solución fácil a la contaminación de los océanos. Son muchos los países, organismos y sectores productivos que se deben poner de acuerdo, y ni siquiera proyectos tan inspiradores como The Ocean CleanUp pueden marcar la diferencia en esta batalla.
Así que toca organizarse y empezar a atajar, uno por uno, los males que aquejan a nuestros océanos, empezando por el tipo de energía que producimos y terminando por el control de lo que llega a los océanos. En eso consiste el Tratado Global de los Océanos, un «compromiso» de la ONU para redactar el plan que salvará a nuestros océanos a partir de 2020.
Fuente: El Blog de Caixabank
Redacción