lunes, noviembre 25, 2024
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Ser mujer en Afganistán

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Varios relatos, novelas y hasta un par de películas han mostrado la discriminación y las penalidades que sufren las mujeres en ciertas sociedades como la de Afganistán. El quinquenio de los talibanes, en que se suprimió la televisión, se prohibió la asistencia de las niñas a escuelas públicas, etc., ya pasó pero los machistas fundamentalistas siguen ominosamente al acecho.

Hace días un grupo de terroristas -¿se les puede llamar de otra forma por muy dialogante y civilizado que uno sea?- atacó a una docena de jóvenes estudiantes rociándolas con ácido la cara y dándose posteriormente a la fuga en motocicletas. La Policía ha detenido posteriormente a varios sospechosos que habrían recibido de un jerifalte talibán, en función del número de jóvenes rociadas, la cantidad de 2.000 dólares, algo no despreciable para Pakistán. Dos de las estudiantes están hospitalizadas con serias quemaduras en el rostro.

La acción criminal ocurrida en Kandahar tiene por objeto mantener a las mujeres alejadas de la escuela. El atentado tiene lógicamente su eficacia, pocos padres quieren ver a sus hijas con la cara desfigurada.

El incidente, y tantos otros, ilustra todo lo que está en juego en Afganistán y presenta especial relevancia, también para Europa, en los momentos en que se produce el cambio de presidente en Estados Unidos. Obama, aunque decidido partidario de la salida de Iraq, se ha pronunciado reiteradamente sobre la permanencia en Afganistán. Ha comunicado ya al presidente afgano, Karzai, que Estados Unidos aumentará su presencia militar en el país. Es sabido que él y gente de su entorno consideran que Europa no está aportando lo que debiera a la estabilización del país. Que somos cicateros. Ayer la voz autorizada de Chris Patten, comentarista y antiguo gobernador de Hong Kong, escribía en el Financial Times unas cuantas verdades sobre las relaciones de los europeos con el nuevo Gobierno estadounidense. Muchos dirigentes europeos se acomodaban en una coartada. «Lástima -parecían decir- que no tengamos al otro lado del Atlántico un multilateralista, porque podríamos hacer muchas cosas…». Esta excusa se acaba. «¿Qué le van a decir ahora -comenta Patten-, cuando ha llegado el momento de dejar de farolear, cuando hay que poner los hombres y los soldados donde antes poníamos buenas intenciones?».

Estas ideas, unidas a la impresión creciente de que los europeos son unos gorrones, son las que yo, residente en Estados Unidos, vengo insistentemente captando en la nación americana en los últimos meses.

Inocencio Arias

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