viernes, octubre 18, 2024
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Setenta veces siete

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Era yo todavía un adolescente de trece o catorce primaveras, allá por la mitad de los años 40, cuando llegó a los cines de mi cudad natal, Valladolid, una película de nacionalidad inglesa que venía precedida de una tal fama de pecaminosa inmoralidad que los censores de por entonces la habían calificado de grana.

Para dar a entender y dejar bien claro a los peligros a los que se exponían nuestras, supuestamente, almas virginales, la censura se había inventado una especie de clasificación cromática de los espectáculos públicos, sobre todo del cine. El color azul significaba que el filme en cuestión era apto para cualquier clase de público, incluso infantil, como Blancanieves, Pinocho o Dumbo, y también alguna producción americana de aventuras, del Oeste y cosas así.

El color rosa significaba que aunque se fuera a ver el filme, por lo general de argumento sentimental, y su visión se considerara sólo pecado venial, en el colegio, que seguía los cánones de la Iglesia, se nos recomendaba la confesión.

El color verde no tenía opción. El besuqueo entre actores y actrices, los escotes un poco exagerados, los muslos sensualmente descubiertos, en fin, las tentaciones de la carne en primer plano, imprimían el carácter de pecado mortal. La confesión, contrición, arrepentimiento y cumplimiento de la penitencia eran la reparación obligada si pretendíamos librarnos del peso de tan nefanda conducta que nos exponía a la condena eterna. Aun así nosotros no podíamos prescindir del verde y los jueves y domingos, días de cine, pecábamos mortalmente con María Montez, Linda Darnell, Gene Tierney, Virgina Mayo, Veronica Lake, Ava Gardner o Rita Hayworth, las deidades cinematográficas a las que adorábamos en el altar de nuestros incipientes deseos.

Del color grana, ¡ay el grana!, era mejor no hablar. La entrada al cine de una película grana estaba oficial y formalmente prohibida a un menor de 18 años, aunque los gestores de los cines hacían, casi siempre, la vista gorda, ocasión de la que nos aprovechábamos para colarnos en las entradas más baratas de las salas de cine. Pero incluso para los mayores de edad, una película grana era como bailar con el diablo y entregarle, irremisiblemnte el alma en sus pezuñosas manos. El confesarnos de tal pecado nos daba una vergüenza espantosa, pero, aun así, el afán de trasngresión era tan tentador que merecía la pena caminar en equilibrio sobre el sutil alambre que nos separaba del fuego eterno. Además eran escasas las películas grana que llegaban a las salas de cine y nosotros no estábamos dispuestos a perder comba.

Pues bien, la película en cuestión, que a mí me pareció estupenda, narraba la aventura, de fondo psicológico de desdoblamiento de personalidad, a causa de una violación, de una joven italiana, y su argumento se desarrollaba, contemporáneamente, entre Roma y Florencia. Se llamaba La madona de las siete lunas y los intérpretes eran un jovencísimo Stewart Granger y las fragantes y jóvenes actrices del cine británico del momento, Phyllis Calvert y Patricia Roc.

No era la primera vez que la obsesión del número siete, cual era el número de las lunas de la madona, se cruzaba en el recorrido mental de mi joven existencia. Ya lo había experimentado cuando, de niño, y en el momento exacto de cumplir los siete años, ni minuto más ni minuto menos, me dijeron que ya tenía uso de razón y que como tal era responsable, a la vista del umbral del libre albedrío, de pecar o no pecar, de escoger, con la virtuosidad de mi conducta, la salvación eterna, o desviarme del camino para caer en el fuego del infierno.

Para repararnos de tan grande angustia se nos decía que, cumplidos los siete años, podíamos confesarnos por vez primera y, volviendo a nuestra pimigenia inocencia bautismal, recibir, por primera vez, a los siete años, la hostia consagrada en el sagrario de nuestra conciencia recién blanqueada.

El siete perseguía, obsesivamente, los momentos más importantes de mi vida, pues siete debían ser los años del bachillerato que debía pasar en el colegio antes del Examen de Estado. Años llenos de los muchísimos otros sietes que eran los días de la semana, de cuyos nombres aprendíamos su significado: lunes (Luna), martes (Marte), miércoles (Mercurio), jueves (Júpiter), viernes (Venus), sábado, que procedía de la fiesta hebrea del Sabbat, y domingo, que tenía origen en el latín de Dominus, el señor (Dios). Días, como nos enseñaba la Biblia, libro que para los niños escolares era la asignatura de Historia Sagrada, seis que había empleado Dios para crear el universo mundo y uno, el séptimo, para descansar de la fatiga del único e irreparable error de su divina mano hacedora: la creación del hombre.

También aprendimos que en Grecia hubo siete sabios, que sobresalieron, sobre los demás, por su sabiduría práctica, por la enunciación de preciosos aforismos y como eximios legisladores para sus pueblos: Cleóbulo de Lindos, Solón de Atenas, Quilón de Esparta, Bías de Priene, Pitaco de Mitelene, Periandro de Corinto y, sobre todo, Tales de Mileto, cuyo fundamental pensamiento, Conócete a ti mismo, figuraba esculpido en el frontón del templo de Apolo, en Delfos.

En las clases de religión se nos enseñaba que siete eran los sacramentos: bautismo, confirmación, penitencia, eucaristía, unción de los enfermos, orden sacerdotal y matrimonio. Al igual que siete eran los horrendos pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Y que contra ellos existían las siete virtudes teologales: contra la soberbia, humildad; contra la avaricia, largueza; cotra la lujuria, castidad; contra la ira, paciencia; contra la gula, templanza; contra la envidia, caridad, y contra la pereza, diligencia.

Siete eran las peticiones del Padre Nuestro, pero tremendo era el número siete del Apocalipsis cuando, con la apertura de su séptimo sello, se desataría el Dies irae, que sometería el mundo a siete juicios, cuatro para la naturaleza y tres para el resto de las cosas, y sería escoltado por siete ángeles que harían sonar siete trompetas para enviar siete castigos sobre los injustos.

Durante los días de la liturgia de la Semana Santa era costumbre visitar siete iglesias y se nos recordaba, insistentemente, las siete palabras pronunciadas por Cristo en la cruz, desde la primera: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen, hasta la séptima: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

Del libro de José, en la Biblia, aprendimos la parábola del sueño del Faraón sobre las siete vacas gordas y las siete vacas flacas, que según la interpretación de aquel judío vendido por sus hermanos, convirtiéndose en su consejero, le advirtió de los siete años de prosperidad de los que gozaría Egipto, seguido de otro periodo de siete años de hambre, penuria y sufrimientos sin fin.

Siete son los dones del Espíritu Santo y siete los colores del Arco Iris, al igual que el do, re, mi, fa, sol, la, si, son las siete notas musicales. Como la pintura, la escultura, la arquitectura, la literatura, la música, la danza y el cine, protegidos por siete musas, son las siete artes.

Hace muchos años me enteré de que a la ciudad de Olmedo, en la provincia de Valladolid, se la llamba la villa de los siete sietes, esto es, siete iglesias, siete conventos, siete caños de agua, siete arcos, siete plazas, siete pueblos y siete casas nobles.

Yo ya sabía que mi gato tenía siete vidas y aprendí que Shakespeare había dividido en siete las edades del hombre.

Siendo así, no tuve más remedio, llevado por innata curiosidad de saber y aprender cosas nuevas, que dedicarme un poco al estudio del número siete y, desde el punto de vista de mi masculinidad, descubrí cosas verdaderamente halagadoras, como, por ejemplo, que el siete es un número masculino que, como saeta, conduce al cielo. Y que derivado de esa su propidad de sexo es el signo cabalístico de la luz y representación del ojo humano capaz de captarla; es, en la Cábala hebrea, el sefira neshá que representa el Triunfo o Carro del Sol triunfante representado por el séptimo Arcano del Tarot.

En la religión islámica hay siete estadios o cielos. Y en el hinduismo existen siete chakras en el cuerpo humano.

Aparte de las siete lunas de la madona, me acuerdo de Los siete samuráis, de Los siete magníficos, de Los siete días de mayo, de Las siete novias para siete hermanos, y de Los siete años en el Tíbet.

En los cuentos de Las mil y una noches, Simbad el Marino es el señor de los siete mares.

¿Y quién, de entre nosotros, no ha oído hablar de las siete Maravillas del Mundo, la Gran Pirámide de Giza, en El Cairo, los Jardines colgantes de Babilonia, el Templo de Artemisa, la Estatua de Zeus en Olimpia, el Mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría?

Viviendo en Roma desde hace tantos años, lo primero que aprendí, de memoria, fue el nombre de las siete colinas que circundan la ciudad, la del Capitolio, la del Quirinal, la del Viminal, la del Esquilino, la del Celio, la del Aventino y la del Palatino. Así como los siete reyes de Roma, desde la fundación de la ciudad, en el 753 a.C., hasta la caída de la monarquía y el advenimiento de la República en el 309 a.C., y que fueron los soberanos de origen etrusco, Rómulo, que trazó en lo que es hoy el Foro Romano el surco que estableció el nacimiento de Roma, a Numa Pompilio, Tulio Hostilio, Anco Marcio, Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio.

Siete era el número de los brazos de la Menorah, el candelabro hebreo que se dice yace en el fondo del Tíber desde que Tito lo robara del Templo de Jerusalén, después del saqueo de la ciudad, en el año 70 d.C., para traerlo a Roma.

En Evangelio de San Mateo, Pedro pregunta a Jesús si es necesario perdonar al enemigo siete veces, es decir, perdonar completamente, a lo que el Mestro contesta: debes perdonar setenta veces siete. Setenta es la combinación del siete y del diez. Si el siete era la plenitud, el diez, cuyo origen estaría en el número de dedos de la mano, tenía también el carácter de número pleno.

Todo esto viene a cuento porque, recordando La madona de las sietes lunas, de nuestra adolescencia perdida, un amigo me ha felicitado, estos días, en el día de mi cumpleaños, recordándome que había cumplido la venerada edad de siete y siete. El siete, número fantástico, patrón de nuestra existencia, guía que traza nuestro destino, felizmente mágico y misterioso.

Javier Pérez Pellón

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