viernes, octubre 18, 2024
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El euro, camino de hacerse mayor

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Con peor prensa de la que seguramente merece, el euro cumplió con las doce campanadas de inicio del 2009 su primera década como moneda única y común. Muchos lo siguen asociando aún hoy con el alza de precios que supuso el picaresco redondeo, otros lamentan la merma de instrumentos de política monetaria autónoma para hacer frente a situaciones de crisis y pérdida de competitividad… pocos, en cambio, cuestionan qué hubiera sucedido ahora mismo si las grandes economías europeas hubieran debido hacer frente a la crisis con sus respectivas divisas nacionales en plena vigencia y circulación. Nunca se sabrá a ciencia cierta, pero no faltan motivos para pensar que a la mayoría le hubiese ido bastante peor.

La historia del euro es todavía corta, pero se puede escribir. Diez años, según se mire, son apenas nada, pero dan de sí para trazar alguna evaluación y valen para expurgar un poco lo que tiene por delante: por ejemplo, en qué medida los once países comunitarios todavía al margen de la moneda única acabarán o no incorporándose a la eurozona, antes o después.

Sólo once de los entonces quince socios comunitarios decidieron adherirse desde el principio a una experiencia por la que, vale la pena recordarlo, muchos no daban un duro y auguraban fracasaría con relativa celeridad. Desde entonces, a partir de las dos ampliaciones de la Unión que han elevado a veintisiete el número de socios, se han sumado al proyecto monetario otros cinco países, el último de ellos Eslovaquia, justo el pasado 1 de enero.

¿Y los demás? La reticencia más acusada sigue siendo Reino Unido, deseoso de preservar su libra esterlina, por cierto equiparada en valor en los últimos meses al euro común. Otros han migrado en los últimos tiempos, desde una renuencia cuasi dogmática a considerar la posibilidad de solicitar integrarse tan pronto como cumplan los requisitos establecidos en Maastricht, aunque sólo Rumanía se ha pronunciado oficialmente a favor de ingresar… en el 2014. Caben pocas dudas de que la virulenta crisis de los últimos meses ha sido determinante para empujar más de un cambio de actitud.

La medida de los efectos reales del euro en las economías integradas es difícil, sobre todo cuando se trazan hipótesis comparativas con lo que hubiese ocurrido de no existir. Resulta ser un ejercicio algo inútil así trazado, pero algo más útil puede ser fijar la comparación entre las economías de la eurozona y las del perímetro comunitario no incorporadas e incluso entre aquéllas y Estados Unidos, en muchos aspectos gran rival.

Pieza esencial del euro es la política monetaria implementada por el Banco Central Europeo (BCE). Fue claro desde el principio que su configuración, su estatus y sobre todo la misión encomendada respondió a una exigencia alemana de replicar el Bundesbank como requisito para incorporar el marco a la moneda única. De ahí su fijación en la tasa de inflación por encima de cualquier otra variable, estableciendo como objetivo inicial -perpetuado- no sobrepasar el listón del 2 por ciento interanual. Una tarea en la que no han faltado críticas de diverso origen, sobre todo echándole en cara que su manejo monetario obvia el objetivo de crecimiento económico. Otras voces han sugerido la conveniencia de que la tasa de empleo -paro- sea considerada a la hora de fijar los tipos de interés de la zona.

Pero, ¿qué ha ocurrido en realidad? Lo cierto es que apenas un 36 por ciento (42 de 118 meses) del periodo la inflación de la eurozona no ha rebasado el objetivo. En concreto, el promedio ha sido de casi el 2,2 por ciento, mientras que, signifique lo que signifique, tanto Reino Unido como Suecia, dos países más que refractarios a la moneda única, se han mantenido por debajo del 2 por ciento.

No faltan quienes relacionan el euro con la atribuida esclerosis de las economías de este lado del Atlántico. Es cierto que la productividad ha mantenido un comportamiento más bien mediocre y que la renta personal se ha estancado en un 70 por ciento de la imperante en Estados Unidos, pero el hecho de que las economías británica y sueca hayan mantenido un patrón semejante hace cuando menos discutible culpar de ello a la moneda única. Menos cuestionable es que no ha servido para corregir ninguna deficiencia comparativa entre las dos principales áreas económicas del planeta… pendiente de lo que la actual crisis vaya a determinar.

Otro motivo de crítica, acaso más atinada, ha sido la falta de encaje del BCE en la arquitectura institucional comunitaria, a menudo fuente de fricciones y en todo caso problemas de comunicación con el Consejo (Ecofin). Aunque quizás no sea del todo pertinente fijar el foco en este aspecto que, por más que cierto, guarda relativa coherencia con la carencia de un auténtico gobierno económico comunitario y la persistencia de plena autonomía de los veintisiete Estados para llevar a término políticas propias, sin la menor exigencia de coordinación. Algo que está indudablemente en el germen de que la UE carezca de una estrategia unitaria en ámbitos como energía, transportes, telecomunicaciones, formación, etcétera.

Volviendo la vista atrás, recordando los amplios pronósticos de fracaso en su momento atribuidos al proyecto, hay que concluir que de momento ha salido bien: el euro es una indudable moneda de referencia de alcance mundial. Lo que no obsta para que, como más de uno señalara en su momento, la piedra de toque, su reválida decisiva acabaría llegando cuando tocase hacer frente a una crisis económica de dimensión… Pues ya está aquí.

Enrique Badía

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