Mientras llegaba la hora en que arribara a Tegucigalpa el secretario general de la Organización de Estados Americanos, las calles de la capital de Honduras, al igual que la víspera, se llenaban de manifestantes. Unos reclamaban que fuera repuesto Zelaya allí donde se le desalojó, y otros apoyaban a Micheletti, que migró por los acontecimientos desde la presidencia del Legislativo a la del Ejecutivo. Lugar de donde Zelaya no quería moverse, aunque para ello tuviera que modificar la norma constitucional; que a él como a cualquier otro limita el número de mandatos. Tampoco sus amigos de ALBA, la internacional castrista, querían que le movieran porque ya era uno de los suyos.
La maniobra no era nueva en el espacio suramericano donde ahora se situó el drama. Se trataba de reeditar la fracasada experiencia aquella, de principio de los 70, que se llamó la «vía chilena al socialismo». Itinerario consistente en llegar al poder por vía democrática, y después de la arribada gobernar de forma revolucionaria, pasándose los límites constitucionales por el antifonario, por más que en cada caso, una vez tras de otra, la «Controlaría» chilena clamase contra la ilegalidad de las decisiones presidenciales. Y así vino lo que vino después, como bien sabido lo tiene el chileno Insulza, con los Gobiernos del grupo ALBA constituidos en masa crítica dentro de la OEA para que ésta virase en apoyo de Zelaya, mientras se consolidaba la desorientación inicial en el departamento norteamericano de Estado, además de en la propia Casa Blanca.
Zelaya ha querido hacer en la etapa final de su mandato lo que Evo Morales hizo en la primera fase del propio, y Chávez, por dos veces, durante el suyo. Todos han pretendido forzar por vía de referéndum el cambio constitucional que les permitiera optar, indefinidamente, al Gobierno y al poder. No hay cambio revolucionario sostenible sin la suficiente reiteración de mandatos, imprescindible para que fragüe el irreversible hormigón. Pero a Zelaya no le dejaron, le desalojaron del poder, con un pleito poco menos que a sangre sobre si su empeño era constitucional.
Precisamente porque el poder de un jefe del Estado constitucional es constitutivamente limitado, no puede hacer lo que le venga en gana ni convenga a sus aliados exteriores de última hora, como es el caso de la orquesta chavista, con golpistas de antaño y rojeras de hogaño bajo atuendos, maneras y discurso de diseño, salidos de los talleres comunistas de La Habana.
Si la sustitución de Zelaya por el titular de otro poder del Estado (el Legislativo) hubiera sido inequívocamente un golpe del Estado, Insulza no hubiera viajado a Tegucigalpa. Pero el secretario general de la OEA hizo el viaje, en el que sólo ha conseguido la primicia informativa de que Honduras decidía retirarse antes de que la echaran de la Organización, ya que ésta – sostiene Tegucigalpa – carece de atribuciones para dirimir en una cuestión jurisdiccional y de soberanía que sólo atañe a los hondureños. Micheletti había propuesto una solución discreta y honorable: anticipar las elecciones presidenciales. Insulza no ha sido mediador, sino mensajero del chavismo mientras Obama no ha hecho otra cosa que tocar el arpa, de espaldas al «patio trasero» de USA.
José Javaloyes