martes, enero 21, 2025
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La Ley de Murphy dice «aquí estoy»

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Uno de los significados que se atribuyen a la llamada Ley de Murphy es que todo lo que puede salir mal acaba produciéndose. Forzando el sentido podría decirse que todo lo que adquiere tientes sombríos acaba mostrando su peor perfil. En estos días han sido dos los temores confirmados: el avance prácticamente imparable de la inmersión lingüística catalana frente al castellano, o idioma oficial del Estado, y el cierre a plazo de la central nuclear de Garoña frente al dictamen del Consejo de Seguridad Nuclear.

La cuestión lingüística catalana ha sido resuelta a espaldas de la opinión española afectada y en colaboración con la culpable pasividad del Tribunal Constitucional. Se ha tratado de una imposición que cuestiona la vigencia de la propia Constitución en uno de sus aspectos más sensibles. Los hechos ya no tienen marcha atrás. El «simbólico» encuentro del presidente Montilla con Artur Mas, el líder de CiU y por tanto cabeza del nacionalismo catalán, en pie ambos para las cámaras sobre el sagrados pavimento del Palau de la Generalitat, equivale a toda una «consagración» y algo más que preaviso de los hechos consumados.

La Ley de Murphy venía por otra parte pregonando que los días de Alberto Sáiz al frente del CNI o Central de los Servicios Secretos estaban tasados y contados. Ha sido la suya una caída similar a la de Bermejo como ministro de Justicia, es decir, una ejecución-dimisión como falso indulto político dictado hipócrita y provisionalmente por la retórica oficial. Del mismo modo, la condena a muerte aplazada de la central de Garoña completa el conjunto de acontecimientos consumados en contra de los criterios más respetables. Garoña, en efecto, como queda dicho, abrevia su vida contra el Consejo de Seguridad Nuclear que amparaba una mayor supervivencia; la «ejecución» del español en Cataluña se produce sin aguardar el fallo del Tribunal Constitucional, para así facilitar mejor su capitulación permisiva y ahorrarle por adelantado el «no» reglamentario.

Quien no vea en estos episodios el comienzo de una imparable crisis de Estado es porque prefiere cerrar los ojos. Se le da portazo al idioma oficial del Estado sin esperar, ya queda dicho, el fallo del Constitucional e incumpliendo el decreto de la llamada “tercera hora” para la enseñanza del español.

Mientras tanto, Zapatero, pese a su inoperante actitud en los momentos aconsejables y oportunos, lanza con la destitución encubierta de Alberto Sáiz un venablo envenenado al costado más sensible de Mariano Rajoy, cuya resistencia a prescindir de su tesorero Bárcenas es cada día más peligrosa para su imagen política. Rajoy, al menos hasta el momento de redactar estas impresiones, hace meditar a cualquiera sobre alguna misteriosa razón determinante de su inhibición frente a las evidencias. Ahora su defensa política, la de Rajoy, consiste en refugiarse en el ejemplo «nada ejemplar» que Zapatero, tras liquidar a Sáiz oblicuamente, le proporciona al no reaccionar contra Manuel Chaves y los negocios de sus parientes acogidos a su rentable protección durante los largos años de su presidencia de la Junta de Andalucía.

En medio de tanto torbellino político, resulta que al menos alguien parece salir incólume. Y ese alguien se llama Baltasar Garzón, que ha visto archivado por el Consejo General del Poder Judicial, es decir, por sus camaradas corporativos, el asunto de sus rentabilísimas andanzas «académicas» de trece meses por los ambientes de la Universidad de Nueva York. Ha sido algo así como un sospechoso claro en la tormenta desatada sobre los asuntos nacionales.

Es curioso, sin embargo, que tanto temario turbio como decora el escenario político nacional esté a la postre resultando bastante transparente. La España de Zapatero va a convertirse, si no se ha convertido ya, en el paraíso de las filtraciones como arma de combate en las luchas del poder. Hay un periodismo que puede felicitarse de que la realidad tradicionalmente más opaca venda ahora sus secretos sin aparentes precios a cambio, como no sea el de abrir caminos hacia la conquista de posiciones políticas en nombre de no se sabe qué ética.

Lorenzo Contreras

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