domingo, enero 19, 2025
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Adiós, Bruselas, adiós

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La suerte está echada, Barroso tendrá que esperar a septiembre para que el Parlamento Europeo considere su candidatura a la Presidencia de la Comisión. Es normal que así sea, a nadie le interesa, y tampoco a Barroso, pasar en fuerza sin debate previo en una votación que tuviese lugar horas después de la constitución del nuevo Parlamento y con el apoyo de la mitad derecha del hemiciclo.

Los grupos políticos así lo han acordado y la Presidencia sueca, recién estrenada, ha puesto en marcha el procedimiento escrito para que los gobiernos digan blanco sobre negro si proponen de forma jurídica al candidato Barroso.

Ante la tregua, los pasillos de la torre de Babel del Parlamento en Bruselas se han quedado desiertos. Los nuevos diputados animan las calles del «barrio europeo», mientras los que se van llenan los pasillos de cajas de cartón repletas de documentos que puede que nunca se vuelvan a abrir.

Los cientos de periodistas que siguen los asuntos comunitarios afilan ya las crónicas en las que relatarán las peripecias de la elección-reelección del presidente de la Comisión a partir del pleno de Estrasburgo de la próxima semana, pero antes tiene que pasar el verano, y a la vuelta la cuestión, la verdaderamente importante, será si la elección debe hacerse de forma inmediata con el Tratado de Niza en vigor o hay que esperar a que se apruebe el de Lisboa.

Pero mientras tanto unos y otros siguen viviendo en un mundo aparte de la Bruselas real, una ciudad paradójica con enormes desigualdades que estos días debate del caso de la diputada Ozdemir, la primera en Europa a sentarse en un Parlamento con el velo islámico.

Cuando hace 20 años España entró en la Unión Europea y empecé a frecuentar Bruselas para asistir a los Consejos de Ministros, esta ciudad era una gran aldea provinciana, lluviosa y gris. Hoy es una urbe mundializada a la que la inmigración y las instituciones le han dado un ambiente cosmopolita y, ocasionalmente, el cambio climático le presta un engañoso aire mediterráneo.

Pero en el tránsito se ha convertido en un patchwork de barrios ricos y pobres que se pegan unos a otros. Los belgas se han ido a vivir a las afueras, los turistas invaden la Gran Place y los distintos grupos sociales/nacionales se concentran en espacios propios, como Matonge, el barrio africano cercano al PE, en el que uno se podría creer en Kinshasa. El barrio inmigrante que bordea el barrio «europeo» es una de las comunas más pobres del país. A pocos kilómetros, el de Woluwe, en cuyas cuidadas villas viven muchos eurócratas, es uno de los más ricos.

Bruselas tiene también su «movida», con una vida cultural original y vibrante. De ella participan los más de 250.000 empleados de sus 2.000 empresas extranjeras y le son totalmente ajenos los 250.000 desheredados que viven en la pobreza. Y los 15.000 lobbystas, que son muchos, pero la mitad de los 30.000 de Washington, las dos capitales «federales» de los dos polos del mundo occidental.

Bruselas y su periferia producen una tercera parte del PIB belga, pero antes de la crisis también tenía un paro del 17% y no sé en cuánto estará ahora. El paso de una ciudad industrial a una de servicios que requieren personal calificado y políglota ha marginado a muchos inmigrantes. El 30% de los jóvenes de menos de 25 años no trabajan y entre los de origen extranjero esa proporción se acerca al 50%. Según Eurostat, sólo Sicilia y los territorios franceses de ultramar están peor.

Pero esa inmigración ha sido, y todavía es, la savia viva de la demografía bruselense. Un tercio de la población es de origen extranjero y sólo el 20% de ellos han accedido a la nacionalidad belga. El nombre que más se utiliza en los registros civiles de Bruselas es Mohamed, y el segundo es… Fátima.

Al decir adiós a Bruselas, pienso que en realidad Bruselas no existe. Así llamamos a una pequeña comuna central dentro del conglomerado de 19 entidades con amplia autonomía y cada una con su alcalde. Es la capital oficial de la región flamenca, aunque sólo una minoría, el 15%, habla ese idioma y en su periferia las tensiones lingüísticas son muy evidentes. Te puedes encontrar con que no te contesten si te diriges en francés… salvo que te identifiques como no belga. Y en algunos ayuntamientos flamencos la ley prohíbe que los concejales se expresen en francés en el pleno.

Pero sí existe. Al decir adiós al rond-point Schuman y dejar en la tarde de nuevo lluviosa el Parlamento Europeo, pienso que la capital de un Estado que se deshilacha y, aún balcanizada por la renta y los orígenes de sus habitantes, también es la capital política del Viejo Continente, tan diverso que le cuesta encontrar el camino de su unidad. [email protected]

Josep Borrell

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