Para los optimistas, el 71% de los jóvenes vascos condena el terrorismo de ETA y, de ellos, la mitad con un nivel «muy alto» de rechazo. Las estadísticas, como esta resultante de un estudio del Defensor del Pueblo (Ararteko) en el País Vasco, tiene su misterio: ¿cómo la rechazan o condenan la otra mitad? ¿Con menos énfasis, con menos convencimiento, en función de las circunstancias? Si no hubiera una enfermedad moral colada entre las fibras de la sociedad, los optimistas no existirían: el 15% de los adolescentes que estudian ESO en el País Vasco justifica o no rechaza el terrorismo de ETA y otro 14% se muestra indiferente, que es algo igual o peor: «nada es tan brutal como la indiferencia frente a lo que ocurre en el terreno de lo humano» decía con razón Joseph Roth, para el que, comparada con la neutralidad, la bestialidad podía incluso calificarse de humana.
Cerca del 30% de estos adolescentes, en pleno siglo XXI y en una de las zonas más prósperas de la Unión Europea, manifiestan al encuestador actitudes propiamente fascistas, partidarias en el fondo de la violencia para imponer criterios y actitudes, complacientes con los matones y los terroristas, ajenos a cualquier exigencia ética y más aún a los elementales compromisos con la sociedad democrática. Los optimistas insisten, como si fuese una disculpa, como si se acallara este drama moral, que los jóvenes vascos, en sus vidas cotidianas, son tan violentos como los de las regiones limítrofes, que hay un alto porcentaje de cooperantes y colaboradores de ONG, etc. Pero lo terrorífico es que la suerte de educación cívica que han recibido a través de las familias, la escuela y las instituciones políticas arroja como resultado un 30% de jóvenes totalitarios.
La nueva consejera de Educación del Gobierno vasco ha dicho recientemente, ante la acometida de quienes pretende como único logro la inmersión educativa en el euskera, que lo primordial es una buena enseñanza. Tiene razón, pero la buena enseñanza no es sólo un compendio de conocimientos y técnicas más o menos asimiladas, sino la formación adecuada para que los jóvenes sean ciudadanos comprometidos con la democracia y la libertad. Se encuentra, al llegar a su despacho, con un 30% de estudiantes de ESO que no lo son, es más, que no tienen empacho en mostrarse como enemigos de todo eso. El Ararteko, al presentar el estudio, comentaba que ya sería motivo de preocupación que uno sólo de los encuestados no rechazara a ETA. Evidente. Calcúlese el nivel de la preocupación social e institucional que implica ese 30%. Sobre todo cuando, según el mismo estudio, hay más partidarios de la banda, más indiferentes y menos condena entre los jóvenes vascos que cursan sus estudios en euskera, lo que no dice nada de la lengua sino del ambiente nacionalista en que se imparte.
La necesidad del cambio institucional en el País Vasco se ha impuesto. Ahora queda el cambio de las políticas para que la ansiada normalidad sea un hecho.
Germán Yanke