La cooficialidad del castellano con otras lenguas en determinadas Comunidades Autónomas no habría suscitado problemas si algún que otro nacionalismo periférico no pretendiera alterar, con éxito por lo que se ve, la regulación consensuada en nuestra Carta Magna. Los términos de la Constitución son absolutamente claros. Su artículo 3 dispone que “el castellano es la lengua oficial del Estado”, y añade que “las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos”. Es el caso del vascuence, el catalán o valenciano, el gallego y hasta cierto punto el aranés, presente en el Estatuto de Cataluña. Conforme al citado artículo, todos los españoles tienen el deber de conocer el castellano y el derecho a usarlo. De ahí se desprende el derecho también a aprenderlo en todo el territorio nacional.
Nuestra Constitución, contra lo que sucede en los países hispanoamericanos, renunció a identificar el castellano con el español. No se podía ir más lejos en el reconocimiento de nuestra pluralidad cultural. Sin embargo, la respuesta de algunos sectores nacionalistas ha sido reinterpretar a su gusto tan sensata regulación para arrinconar al castellano –el español por antonomasia- en beneficio de la correspondiente lengua cooficial.
Ha faltado la buena fe que garantizara el deseado equilibrio. Así, bajo el manto de una discriminación positiva en aras de la normalización, el uso del idioma común tropieza con graves dificultades en algunas partes de España. Su marginación como idioma vehicular –bello adjetivo castellano puesto paradójicamente de moda para combatirlo- y su expulsión de la enseñanza oficial en Cataluña por un Estatuto que lleva tres años de profundo examen en el Tribunal Constitucional, son pasos decisivos hacia la secesión lingüística. El patriotismo constitucional de los alemanes, en su caso alrededor de la Ley Fundamental de Bonn, no es lo nuestro.
La marginación de la lengua de todos repercute negativamente en la cohesión del Estado. Cualquier funcionario de otra Comunidad se lo pensará mucho antes de trasladarse a un lugar donde sus hijos únicamente podrán estudiar en una lengua que no es la suya y que de poco les servirá después si el cambio de residencia familiar no fuera definitivo. Y hay traslados forzosos. La realidad está por encima de los sofismas, la negación de la evidencia y los silencios cómplices.
Pero hay más. Lo lógico sería que la lengua común –no quiero provocar a nadie llamándola nacional- se utilizara siempre en la Administración del Estado, aunque sólo sea porque sus órganos decisorios pueden ubicarse fuera de la geografía comunitaria. Nos evitaríamos traducciones, gastos y demoras. El colmo ha sido la reforma del Reglamento del Senado el año 2004 para utilizar esas otras lenguas cooficiales en la Comisión General de las Comunidades Autónomas. En Madrid, capital de España, únicamente es oficial la lengua común, las Cortes Generales son una institución del Estado y todos los senadores tienen la obligación de conocerla y, efectivamente, la hablan. El recurso a los intérpretes es un monumento a la estupidez.
José Luis Manzanares