Con las dos seguidas dosis -casi masivas- de populismo bolivariano puede estarse a punto de plantear un doble debate. Uno, el de si el discurso aportado por Hugo Chávez como primer plato y, después, por el de Evo Morales como el segundo, es sólo un menú expuesto o, más allá de esto, un menú propuesto.
Expuesto, en un caso, como alternativa curiosa para el entendimiento de las cosas todas, desde el papel de España en el mundo hispanoamericano a la suerte de la Madre Tierra, como retrodeidad a la que debe rendirse culto, incluso con supeditación a ella de los mismísimos derechos de la persona. Machada ideológica que trae -como reivindicándolo- el eco remoto de los sacrificios humanos en la América precolombina. Remedo aquello del propio Paraíso, según el propio Chávez y el mismísimo Fidel Castro, de los que Morales tomó la doctrina en el mitin de Leganés.
En el otro caso, el friso ideológico y la evocación de los tiempos pasados que se manejan en el bolivarismo, no serían sólo materia de exposición, certamen de curiosidades, sino base para una propuesta de otra «memoria histórica», cuyo objeto sería la revisión de cuanto los españoles hicimos en aquel hemisferio.
Una revisión que sólo tomara como vara de medir el ardiente parecer del Padre Las Casas y olvidara peso determinante de éste en la política de la Corona española, volcada siempre en la protección de los indios frente a la codicia de los encomenderos, cuyos descendientes engendraron, por cierto, la burguesía bolivariana que protagonizó la Emancipación, luchando contra los indios en las batallas cruciales que trajeron, junto a los enredos letales de la masonería, las independencias. Craso error, por tanto, el del visitante de la Casa del Libro, que podría haberla visitado -para una buena biografía de Simón Bolívar- antes de elegir un nombre como segunda marca del castrismo.
En cualquier caso, sea para una cosa o sea para la otra, para la exposición o para propuesta implícita de que se acepte el discurso bolivariano, como obligado referente para el propio discurso, cualquiera de ambas propuestas resulta inaceptable en todo enunciado de política propio de cualquiera de las naciones de nuestro entorno y de la vocación democrática que corresponde al concierto europeo de naciones dentro de la UE.
Tantos yerros como los que expresa la crónica antihispánica de los últimos días no pueden explicarse, y menos aún justificarse, con el recurso de tildar de «roja» la diplomacia disparatada que ejecuta Miguel Ángel Moratinos, intentando instrumentar el caudal de ocurrencias que agita las meninges de José Luis Rodríguez Zapatero. Esto de la apuesta por el populismo chavista, sobre el que ha volcado cuanto tenía para jugar en el tapete de la política iberoamericana, deja en nada el aparato «ocurrencial» de la Alianza de Civilizaciones.
Más que «roja», el color que como epíteto correspondería habría de ser el de diplomacia «ocre». Por el color que la acompaña y por el sabor acre que se conviene en suponerle. ¿Será posible -cabe preguntarse sin meterse en honduras- hacerlo peor?
José Javaloyes