lunes, enero 20, 2025
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Todos menos esfuerzo

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En Francia, rizando el rizo de las medidas desesperadas para acabar con el fracaso, van a recompensar con dinero a los cursos que cumplan una serie de requisitos de asistencia, calificaciones y comportamiento. Es decir, van a pagar por ir a clase. La medida, aunque encomiable en su intención última, es una muestra más de lo mal encaminados que andamos en el asunto educativo. Y no sólo en España.

Antes de analizar los dos grandes problemas que existen en el enfoque educativo, hay que tener bien claro que el principal obstáculo a que nuestros chavales aprendan algo es el clima de molicie y dejadez moral que impera en la sociedad occidental. Más allá de las simples apariencias, hoy priman como valores máximos el dinero fácil, la fama a cualquier precio y la contingencia del rival, siempre pisoteable. Pero esto es tanto causa como consecuencia, y me gusta creer -cada vez más desesperanzado- que con una mejor educación las cosas cambiarían.

Una vez hecha la aclaración, decir que actualmente a la educación le afectan dos serios problemas. Por un lado, el peso que tienen los padres en el gobierno de los centros y su actitud ante el esfuerzo y rigor para con sus hijos. Por otro, la propia concepción de la educación como un trámite menor en el devenir de los niños.

Como dice uno de mis viejos maestros, no son los alumnos los que han cambiado, sino sus padres. Estos no tienen interés alguno en que las calificaciones que obtengan sus hijos respondan a su esfuerzo, a sus estudios, a su trabajo. Los padres desean el aprobado a cualquier precio, a menudo por un motivo tan nimio como el que no se «jodan» las vacaciones. Como los padres, a través de las AMPA, tienen un peso importante en los órganos de gobierno de cada colegio, su perspectiva anti-esfuerzo cala irremediablemente en el espíritu docente de la institución.

Más allá de los padres, la gran lacra de nuestro sistema educativo es el propio sistema. Influido por décadas de necedades psicológicas, sociológicas y pedagógicas, se ha creado un plan de estudios que huye de la excelencia y el mérito académicos. Para que todo el mundo se escolarice, y evitar las desigualdades inherentes a la individualidad, se ha instaurado un nivel de mínimos permite que todos aprueben a costa de que los mejores -inevitablemente habrá alumnos mejores que otros- se aburran soberanamente. Como suelo decir, me preocupa más el bajo nivel de los que no fracasan que los porcentajes de los que no terminan la enseñanza obligatoria -aunque en España estas cifras casi tripliquen, por ejemplo, a las de Francia-.

Por si fuera poco, el sistema se establece según unos parámetros ridículos. Hoy en día importan más los procedimientos y las competencias que los auténticos contenidos. Por ejemplo, hay que educar a los alumnos en las competencias sociales para que aprendan a saludar, dar las gracias y, si se puede, respetar a los demás. Si eso impide que aprendan a escribir o leer, no importa. Se supone que todo llegará. Otro ejemplo: se insiste en la necesidad de premiar los asuntos nimios -como el hecho de que el alumno traiga hechos los deberes que, como su nombre indica, son una simple obligación- y en retrasar lo más posible cualquier medida disciplinaria.

Así, lo que actualmente prima en los sistemas educativos de Occidente son los aspectos accesorios para que la enseñanza sea entretenida y accesible. Por ejemplo, profesores con gran responsabilidad en el «aparato» te recomiendan que pongas películas en tus clases para incitar al alumno a leer. Como son chavales crecidos bajo el imperio de lo audiovisual, hay que someterse a sus querencias, sin tratar de enderezar lo que poco o mal desarrollado, como la comprensión lectora. Hay que intentar que la educación sea «divertida», no vayamos a traumatizar a nadie.

Por eso los actuales planes de estudios son ridículamente escasos, por eso no prosperarán las iniciativas que intenten incidir en que los chavales trabajen más y mejor, por eso lo que antiguamente funcionaba es considerado caduco y erróneo. Y no, no me refiero a la necesidad de un sistema que castigue con dureza y haga aprender de memoria la lista de los reyes godos. Pero tampoco un sistema donde el alumno tenga más derechos que su profesor. Entre aquello y lo de ahora hay muchísimos términos medios a todas luces preferibles.

Nunca conseguiremos mejorar las cosas mientras no cambien las prioridades en el sistema educativo. Mientras las autoridades se centran en minucias administrativas y las leyes buscan antes el bienestar del alumno que su formación, lo auténticamente importante queda en el olvido. De nada servirán el «soborno», el aumento del número de docentes, las pizarras informáticas o los refuerzos vitamínicos mientras no recordemos que la vida no es sencilla, que es dura y muchas veces injusta, y que tenemos que preparar a nuestros chicos para enfrentarse a la misma. Y sólo a través del esfuerzo continuado y duro, de la primacía del mérito y la excelencia sobre cualquier otro valor educativo, de un plan de estudios profundo, exigente y ambicioso conseguiremos crear una educación a la altura de un país evolucionado.

Pero, y ahí radica el problema, ¿en serio queremos que la gente aprenda a pensar?

Daniel Martín

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