Veinticuatro horas antes no resultaba previsible que Hamid Karzai transigiera en aceptar las pruebas de que las elecciones presidenciales afganas se había cometido un pucherazo de magnitudes persas, como el que consolidó a Mahmud Ahmadineyad al frente del Gobierno de la República de Irán. Ha sido necesaria la presencia en Kabul del senador estadounidense John Ferry, como emisario del presidente Barack Obama, para que diera su brazo a torcer y reconociera que no concurrían los datos reales y las condiciones legales para proclamarse vencedor por encima del 50 por ciento de los votos y así, consecuentemente, presidente por segunda vez de Afganistán.
La presión de Washington ha sido tan evidente y tan palmaria que Karzai ha comparecido ante los medios periodísticos antes de que la propia Comisión Electoral hiciera públicas sus conclusiones, y acompañado del portador de la conminatoria, el que fuera candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos en la segunda campaña electoral de George W. Bush. Claro parece también cuáles han sido los términos prácticamente literales de la presión ejercida por Washington: «O convoca Vd. las urnas para una segunda vuelta electoral, toda vez que en la primera no ha conseguido el 50 por ciento de los votos, o a Kabul no llega un dólar más mientras siga Vd. al mando del país».
Eran las propias Naciones Unidas las que se habían pronunciado contra el enrocamiento de Karzai en su supuesta y más que holgada victoria. La chapuza continuista clamaba al cielo, al tiempo que se coloreaba menos como exponente de una pasión política por mandar que como muestra de codicia económica en intermediar pro domo sua sobre los caudales de la ayuda internacional, especialmente la norteamericana. Nadie se extraña ni tampoco escandaliza por tal género de proclividades, dado que resultan del precipitado cultural propio de procesos de poder ajenos a toda noción de legitimidad moral que no sea la del horizonte de la tribu. El Estado, aunque esté en el membrete de los papeles, no figura entre las vigencias reales y las pulsiones ciertas de quienes tienen en sus manos alguna cuota de poder, desde las más modestas hasta las propias de la jefatura del mismo. La civilización política ni se improvisa ni se impone.
Todo eso lo saben cuantos gobiernos aparecen involucrados en la aventura de establecer en Afganistán rudimentos de Estado que sirvan de base para la edificación de representatividades que trasciendan a las tribus, a las etnias y a los clanes, y que además rompan, por secularizaciones poco menos que de urgencia, el entramado de poderes religiosos y políticos resultantes del integrismo islámico instalado en ese escenario crítico del suroeste asiático. Absolutamente en Afganistán y de manera muy acusada en Pakistán.
En otro orden de consideraciones, y mientras en esta Casa Blanca de ahora no se sabe a ciencia cierta qué hacer, en términos de estrategias militares y políticas y en una establecida moral de crisis de solidaridad entre los aliados, se alza la pregunta de cómo en un lugar como el afgano pueden convocarse las urnas a 17 días vista entre emboscadas y zafarranchos. Es lo más probable que la participación en esta segunda vuelta no rebase apenas el porcentaje de la abstención vegetativa en Occidente.
José Javaloyes