Cualquier espectador normal está en condiciones de preguntarse qué diablos ocurre en la vida política, en medio de los tremendos problemas que la asedian, para que sus más cualificados representantes oficiales hayan entablado un campeonato de agresiones dialécticas que contribuyen a enrarecer el ambiente que se respira. Las controversias se plantean en bastantes ocasiones dentro de los propios partidos y no siempre frente al adversario de la otra acera. Y es que las rivalidades, por no decir los odios, son más patentes entre correligionarios cuando la situación hace crisis. Es normal opinar que el peor enemigo de un político es otro político de su propio partido. Y lo que vale para referirse a dos políticos entre sí, sirve también para describir las querellas grupales de los llamados afines a la misma causa.
Las tensiones de Caja Madrid y del propio PSOE, en pleno disfrute del poder este último, resultan elocuentes a la hora de buscar ejemplos. Parecía haberse aliviado o suavizado la temperatura del «caso Gürtel», cuando he aquí que el intercambio de críticas y hasta de agravios personales dentro del PP hace hervir las calderas del odio o de los rencores. Y es que las rivalidades y las ambiciones materiales, sin asomo de grandes ideales políticos, que se dan por fenecidos desde hace demasiado tiempo en todo el conjunto de las relaciones de poder, se vuelven más patentes cuando en la cúpula formal de un partido flaquea la autoridad o el principio rector. Que se lo digan, por ejemplo, a quienes rodean a Mariano Rajoy, e incluso le aplauden ocasionalmente, mientras se afilan los colmillos, en espera de su turno.
Aunque con sordina, el PSOE de Zapatero no es una excepción. El líder mejor especializado en cortar cabezas y hacer selecciones a la inversa en sus propias filas para que los peores parezcan los mejores, es un artista a la hora de actuar en fuera de juego. En cuanto surgen coyunturas delicadas, tiende a desaparecer. Lo hemos visto ahora en la discusión de los presupuestos generales del Estado. Quiera o no, Zapatero es el dirigente de la política económica y el árbitro de la estrategia presupuestaria (si cabe llamarla así), pero ha optado descaradamente por situar en primera línea de fuego a la pobre Elena Salgado, que para eso la nombró heredera de Solbes cuando éste puso pies en polvorosa. ZP la ha visto perecer en el combate sin echarle una mano, remitiéndose a las salvas estériles disparadas por el portavoz parlamentario del partido, un tal José Antonio Alonso.
Es tremendo, pero algunas descalificaciones que Zapatero recibe no provienen sólo de la oposición, sino también de las filas de su partido, en cuyas reservas de «jubilados» hay personajes (Solchaga, Leguina, Jordi Sevilla, etcétera) que, poco a poco, conforme ha ido transcurriendo el tiempo y se ha ido diluyendo o evaporando su propia memoria, han descubierto que el rey va desnudo. Ese rey sin corona que acaba de descubrir América, como un Colón falsificado, en la persona de Barack Obama.
En el PSOE, las murmuraciones suenan como la lluvia mansa de algunos otoños. Pero suenan sobre todo cuando Felipe González emite alguna tosecilla bajo la fórmula tácita de «a mí que me registren». Mejor que no lo hagan.
Volviendo al partido de enfrente se puede considerar qué sugiere esa pelea sin tregua del PP madrileño, donde dos aspirantes a la sucesión de Rajoy, si la ocasión se pone a tiro, vienen destrozándose entre ellos por diversos objetivos, últimamente el control de Caja Madrid, ese pastel que apetecen de manera ávida Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón, vigilados o simplemente observados a corta distancia por un Rajoy cada día más filosófico y una Dolores de Cospedal progresivamente dueña de sus ambiciones y de cierto arsenal de argumentos no del todo inocentes.
Mientras tanto, mucho hablar de Gürtel y proporcionalmente bastante menos de esas Cajas, Caixas y otros sistemas acaparadores de fondos útiles para financiaciones tal vez inconfesables.
Lorenzo Contreras