miércoles, enero 22, 2025
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EL ÚLTIMO AS

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La luz, con cierto deje de melancolía, anticipaba la inminente llegada del otoño. Una brisa refrescaba el aire que rozaba mis mejillas mientras caminaba, mis pasos, cortos, torpones, estaban llenos de culpa, y apenas miraba las hojas verdes de los árboles, el irreal aspecto del asfalto de la calle y el ladrillo de los chalets bajo aquella luz que desdecía aquellos últimos días del mes de agosto.

Sabía lo que iba a pasar, pero no el cómo. Era domingo, dos días después de mi falta, uno de que ella no hubiera querido quedar conmigo. Acababan de dar las doce de del mediodía y sólo iba a llegar unos segundos tarde a nuestra cita, en su casa. La noche anterior había salido con mis amigos, había olvidado con mis copas, y ahora la resaca insistía en que diese media vuelta, en que me tumbase y dejase pasar la oportunidad de ser, por primera y última vez, valiente.

Me abrió la puerta. Estaba sola en casa, vestida con camiseta de tirantes, vaqueros, y aquellas sandalias que tan poco me gustaban. El pelo negro, la piel morena después de su verano playero, aquel moreno que le había cambiado el olor, ahora fuerte y penetrante, tan diferente al de julio, sutil en su hermosura, como si fuese otra persona. Antes de entrar me pregunté si todo había ocurrido por culpa de las fragancias, por culpa del verano, intenso y caluroso, que lo había cambiado todo.

Nos sentamos en el salón. Su rostro respiraba, al contrario que mis manos sudorosas y mis gestos marcados y conscientes, calma, dominio sobre sí misma y sobre las cosas. Recordé lo que ella me había dicho cuando habíamos comenzado a salir, dos meses atrás: “las mujeres siempre nos guardamos un último as en la manga”. Porque sabía que ella estaba nerviosa, tanto o más que yo.

– Bueno, ¿quieres beber algo?

El momento se posponía. Éramos jóvenes, veintitrés años yo, veinte ella, y todavía no sabíamos que los malos ratos deben ser cortos, rápidos, como una cuchillada. Es mejor la muerte instantánea que la tortura mortal. La miré a los ojos. Sabía lo que iba a pasar. Hasta aquel momento, cuando miré en el fondo de sus ojos castaños que decían que todavía me quería, pensé que quería que todo acabase. Pero entonces pensé que quizás aquello no era lo que deseaba. Lo del viernes había sido un acto inconsciente, un error, una metedura de pata típica del inexperto.

– No, gracias.

Dominaba los silencios mejor que yo. Porque miraba al suelo, y pensaba lo que iba a decir a continuación. Yo sabía lo que iba a ocurrir, pero no sabía cómo. Ni pensaba en ello.

– Bueno, Dani, los dos sabemos por qué estamos aquí.

– La verdad es que no sé muy bien si tiene que ocurrir nada. Quizás…

– Te vi el viernes. Estabas con Icíar.

Pensé en negarlo todo, aunque me hubiese visto. Pensaba que se habría enterado por terceros, pero me había visto. El viernes habíamos salido cada uno por separado. Yo me había encontrado a Icíar, una chica joven que también tenía pareja. Nos habíamos emborrachado, reído y besado. Y ella nos había visto.

– No sé… Fue un error, lo sé- dije, angustiado. Desde el mismo viernes sabía lo que iba a ocurrir, y pensaba que lo deseaba. Pero ahora dudaba. Quizás intuía lo que iba a ser de mi vida a partir de aquel día.

– La verdad es que no entendí nada. Pensaba que lo nuestro era algo especial.

– Y yo.

– Entonces, ¿qué ha pasado?

¿Cómo explicar lo que uno mismo tampoco entiende? Hasta hacía tres días había estado enamorado de mi novia. Entonces, unas copas, un mínimo de libertad y una chica joven que se te ponía a huevo, y todo acababa. La vida es un misterio… No, no es la vida, somos nosotros el misterio, con nuestra falta de sentido y coherencia. Quería decirle algo, ahora sí acuciado por la necesidad de borrar el pasado. Sabía lo que iba a ocurrir, y hasta aquel momento pensaba que quería cortar e intentarlo con Icíar, pero ahora sentía que aquel había sido un error imperdonable e insuperable.

– No sé, las cosas suceden y la mayoría de las veces no sabes por qué. Fue un error, pero te prometo que…

– ¡Basta de promesas! Recuerda todas las que me hiciste y que ya no vas a poder cumplir.

Le tembló la voz. Un instante. Pero no lloró. Me miró a los ojos, y vi que, además de tristeza, sentía lástima por mí. ¡Ah, deliciosa mujer, que me conocía mejor que yo mismo! ¿Cómo fui tan capullo?

– Pero estaba borracho y…

Mi voz también temblaba. Y no quería que aquello degenerara en melodrama. Además, en cuanto dije “borracho” ella endureció sus facciones, y me convencí otras vez de que no había vuelta atrás. E intenté pensar, como aquella mañana al despertarme, que era lo que realmente deseaba.

– Daniel, ayer, bueno, estaba tan enfadada, te odiaba tanto que… no sé cómo explicarlo. ¿Te acuerdas de Germán? Ese vecino mío que siempre ha estado tras de mí… Ayer fui a una fiesta, bebí mucho, y estaba Germán, y se me declaró, y bueno, yo tenía que vengarme de ti… Y sí, si yo tengo mis cuernos, tú ya tienes los tuyos.

Había jugado su as. Y, aunque ahora pienso que quizás todo fue un embuste para joderme, me venció. Se había vengado, y bien. ¡Claro que sabía quién era ese Germán, un sujeto tiñoso y absurdo con el que me había intentado, con éxito, dar celos en numerosas ocasiones! Había elegido bien la persona, el momento y las circunstancias para ponerse a mi altura. En cuestiones vitales, no tenía rival. Era tierna, maravillosa, fascinante, pero cuando era preciso era capaz de superarme en canallesca y desprecio.

No dije nada durante un par de minutos. Ella tampoco. Me miraba expectante, quizás aguardando un perdón, un giro que tornase posible lo inevitable. Pero había aprendido, poco pero suficiente, de ella. Había que jugar fuerte. Evité sus ojos, respiré profundamente, ignoré el doloroso sentimiento que me embargaba, y hablé con sosiego, más concentrado en mantener las formas que en las palabras.

– Entonces, supongo que todo ha terminado, ¿no?

Levanté los ojos. La pillé, durante unos microsegundos, desprevenida, al borde de las lágrimas. Aquello no era, sin embargo, una partida de póker. Los dos lo sabíamos, pero los dos lo disimulábamos.

– Supongo.

– ¿Entonces?

– Habrá que seguir adelante. Y nos seguiremos viendo, ¿no?.- Dura, no intuía en sus palabras el menor asomo de súplica.

– Por supuesto que sí.

No dijimos que quedábamos como amigos ni que sentíamos aprecio. Aquellas eran palabras prohibidas. Habíamos hablado, en julio, de eso y de todo lo demás. Nos conocíamos bien, tanto que a veces confundíamos nuestras personalidades. Pero se habían repartido las cartas, y los dos teníamos jugada perdedora. Me levanté. Ella también. Me acompañó a la puerta, después a la calle. Antes de proseguir hacia mi casa bajo el sol otoñal de un extraño agosto, me detuve frente a ella.

– Bueno.

– Bueno.

– Te echaré de menos.

– Yo también.

Anduve cuesta arriba, dos, tres pasos. Entonces ella me gritó:

– Daniel, espera.

Me detuve. Corrió hacia mí. Me dio un abrazo pleno y sincero que yo devolví. Estuvimos unos segundos, pegados. No apretaba fuerte, pero sentí que algo se rompía dentro de mí. No siempre las cosas que se rompen pueden verse, tocarse, oírse, olerse o saborearse. Hay cosas que pueden romperse sin hacer ruido, ni montar un escándalo. Sin embargo, son esas cosas intangibles las que más escombros dejan.

– Adiós, y cuídate.

No dije, emocionado, nada. Ella me soltó. Nos miramos a los ojos una última vez. Suspiramos al unísono. Sentí la luz del sol sobre mis ojos, y la culpa me devolvió a la realidad. Di un par de pasos hacia atrás. Luego me giré y continué hacia mi casa, lejos de ella. Dos o tres pasos adelante me volví. Ella no se había movido. Paca estaba allí parada, el rostro de mármol seco, la mirada llorosa por culpa de una despedida improbable, casi imposible, sólo cuatro días atrás. Me miraba fijamente. Levantó la mano. Se despidió. Le devolví un gesto destemplado, vago, perezoso y continué mi camino.

La luz refulgía en el asfalto, presagiando un largo otoño. Todavía no sentía el dolor agudo de la fractura. Sólo notaba un sordo rumor en el fondo más abismal de mi alma. Quise pensar en Icíar, en el futuro, pero sólo veía otro rostro, ahora lejano, hacía un mes próximo, y encendí un cigarro antes de echarme a temblar. Quedaba un largo camino de vuelta.

Daniel Martín

Daniel Martín

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