Hablando hace poco con el fundador de una gran corporación estadounidense, la conversación derivó (inevitablemente) hacia la reforma sanitaria. Sus empleados de veintitantos años, de media, costaban a la compañía alrededor de 1.500 dólares al año en facturas médicas. Aquellos de 50 y tantos salían por 10 veces más como poco. El efecto de la reforma sanitaria propuesta -que limita la capacidad de las aseguradoras de cobrar primas más elevadas por adultos mayores- será, dijo, un gran desplazamiento de la carga sanitaria estadounidense a la generación más joven.
Esto no es una consecuencia inesperada de la reforma, es el propósito. No es un efecto secundario, es el principal mecanismo de financiación.
Precisamente porque los jóvenes tienen menores gastos sanitarios, los reformistas quieren introducirlos a la fuerza en el sistema de protección sanitaria en general para que sus pólizas puedan subsidiar los gastos de los consumidores asegurados más enfermos y ancianos. De esta forma, dentro de cada una de las versiones de la reforma sanitaria, el joven está legalmente obligado a contratar un seguro, so pena de pagar un «impuesto especial».
Esta obligatoriedad explica la coalición política montada detrás de la reforma sanitaria. Las aseguradoras están dispuestas a aceptar una regulación del Gobierno más estricta en cuestiones tales como la cobertura de las enfermedades previas a la contratación de la póliza, pero sólo si se les garantiza el acceso a millones de asegurados más jóvenes y sanos. El Congreso recibe recursos adicionales de los jóvenes para ampliar la cobertura sanitaria, no teniendo tanta necesidad de subir los impuestos abiertamente. Los defensores de los ancianos celebran la llegada de un subsidio intergeneracional que reduce las primas de los ancianos.
Sorprendentemente -por idealismo, ignorancia o ambas cosas-, la gente de veintitantos sigue siendo la partidaria más firme de la reforma sanitaria. También son el grupo más propenso a despertar al día siguiente de la aprobación del Obamacare con una resaca de reforma sanitaria, obligados a contratar un seguro con pólizas más caras para reducir el seguro médico de alguien más.
Los legisladores, tal vez temiendo las futuras iras, pretenden suavizar el golpe a través de un par de vías. El proyecto de ley del Comité de Economía del Senado permite a las aseguradoras cobrar a los adultos mayores un máximo de cuatro veces más que a los jóvenes, reduciendo las subidas de las primas de los jóvenes al hacer que los ancianos lleven más peso. El proyecto de la Cámara establecerá la diferencia entre la prima máxima del adulto y la del joven en dos a uno. Esta disposición, que cuenta con el apoyo de la AARP, incrementará probablemente el precio de las pólizas de los jóvenes de manera dramática.
Tanto el proyecto de ley de la Cámara como el del Senado también ofrecen subvenciones para que aquellos con sueldos modestos puedan contratar una sanidad más asequible. Muchos de los jóvenes se acogerán. Muchos no. Compensar el coste total para los jóvenes a través de subsidios hace la reforma sanitaria fiscalmente insostenible, obligando a imponer impuestos nuevos a los demás grupos.
Hay argumentos a favor de promulgar la contratación de seguros más caros por parte de los jóvenes. Ello dejaría, como ventaja, menos dinero disponible para pagar anillos en la nariz y tatuajes. Y tal vez la titularidad de un seguro médico, en un mundo ideal, deba ser una expectativa social como la titularidad de un seguro para el coche.
Sin embargo, esta carga sobre los jóvenes se añade a otras. El elemento más reconocible del New Deal» -la Seguridad Social- ha consistido en una gran transferencia de recursos de los jóvenes a los mayores. Lo mismo ocurre con el programa Medicare sacado del Great Society, que ha canalizado un gasto máximo a la sanidad de los ancianos. Las dos terceras partes del gasto de Medicaid se destinan a la atención primaria a domicilio. En 1965 había cuatro trabajadores sufragando las prestaciones de cada jubilado. Dentro de poco sólo quedarán dos.
En nuestra historia, los programas públicos de ayuda a los jóvenes -por ejemplo, el Cuerpo Civil de Conservación o la ley de prestaciones de los veteranos- tienden a ser puntuales y temporales. Las prestaciones de la tercera edad no terminan nunca. Y la reforma sanitaria se suma a la lista.
Los 60 años de transferencia intergeneracional de riqueza de Estados Unidos cuenta con logros morales. En la década de los 60, el 30% de los ancianos vivía en condiciones de pobreza. En el 2008 esa cifra fue inferior al 10 por ciento. Y el trato compasivo de los ancianos sirve a nuestros intereses futuros. El joven envejece, con algo de suerte y paciencia.
Sin embargo, los recursos limitados exigen que los intereses de los jóvenes y los viejos sean equilibrados de alguna forma. Y una sociedad que desplaza constantemente las cargas de los viejos a los jóvenes en algún momento se vuelve egoísta. Estamos orgullosos de sacrificarnos en beneficio de nuestros padres y abuelos. No estamos tan orgullosos de imponer cargas a nuestros hijos y nietos que van a reducir sus oportunidades.
Ésta es la vergüenza ineludible de los déficits presupuestarios abrumadores. Pero se aplica a la atención médica también. Una nación que ve a los jóvenes como porteadores que llevan toda la carga en lugar de como beneficio se ha quedado anticuada.
© 2009, Washington Post Writers Group
Michael Gerson