Junto a los grandes asuntos, aparecen a diario en los medios informativos otros que, acaso considerados de índole menor, acaban por determinar en gran medida el perfil o cuando menos la percepción del país. Estos días, sin ir más lejos, abundan los relatos de vicisitudes vividas por personas que se han visto privadas de su vivienda, sea en propiedad o alquiler, porque otros han decidido ocuparla sin más título que la osadía que conlleva instalarse por la cara en un inmueble. La cosa no tendría probablemente más trascendencia si no fuera porque el relato se completa con la impotencia que sienten los afectados ante la actitud supuestamente reglamentista de las fuerzas de seguridad y la administración judicial.
Rigorismos al margen, lo que importa es que ni policías ni jueces hacen lo necesario para restablecer la normalidad. Importa poco si es que no pueden o carecen de voluntad suficiente: lo que cuenta es que quienes debían estar dentro del inmueble están fuera y quienes deberían estar en otra parte siguen instalados en su interior. Hay que entender la desesperación de los afectados y lo más próximo a eso que suele denominarse alarma social en los demás, porque cualquiera piensa que también le puede pasar.
Otro asunto también reflejado en los medios, en principio un tanto ajeno, es la existencia de emisoras de radio que carecen de título habilitante para operar; se habla de unas tres mil en el conjunto del territorio nacional. Quiere decir que no han solicitado u obtenido la correspondiente licencia que habilita el uso de la frecuencia correspondiente y, en consecuencia, están ocupando ilícitamente una parte del espectro radioeléctrico, algunas veces interfiriendo el asignado a otros que sí disponen del correspondiente título habilitante y, lo que no es precisamente baladí, pagan un canon por él.
Esto de las emisoras piratas viene de lejos. Teóricamente, la administración que tiene encomendada la gestión del espectro -Ministerio de Industria, Turismo y Comercio- dispone de atribuciones para ordenar el cese de las emisiones y el precinto de las instalaciones, pero a menudo no las ha ejercido porque en ocasiones se ha topado con el impedimento de una actuación judicial paralizando la ejecución. La consecuencia práctica ha sido que las emisiones siguen impunemente, muchas veces perjudicando directamente -interfiriendo- la difusión o recepción de otro u otros cumplidores de la legalidad.
Con diversas gradaciones, ambos casos, sin ser los únicos, resultan exponentes del peloteo de responsabilidades entre distintos estamentos del ámbito público, en definitiva el Estado, culpándose mutuamente de no poder resolver el problema cuya víctima es el ciudadano respetuoso con la ley. Sea por lo que sea, la realidad deviene absurda y sugiere que pueda ser más beneficioso obviar la ley que cumplirla.
Con esos parámetros, el país se desliza peligrosamente hacia engrosar la lista de los que no son de fiar. Y eso, la fiabilidad en el funcionamiento del sistema, en el sentido de cumplir y hacer cumplir las leyes, puede ser bastante más determinante para el futuro económico que el catálogo de buenas intenciones y aporte de fondos públicos que la prometida ley de Economía Sostenible parece que va a plantear. Si el país no restablece una percepción de ser fiable, el resto será algo cercano a un brindis al sol.
Enrique Badía