Por fin parece que se conocerá la decisión del presidente Obama en la estrategia de Afganistán -se espera en las próximas semanas-. Tras un proceso atacado por incierto y elogiado por deliberativo, todas las opciones serias parecen incluir un mayor compromiso estadounidense.
Los mejores cerebros militares de Estados Unidos han defendido que salvar la situación en Afganistán exige un cambio radical de estrategia y un incremento sustancial de recursos. La población afgana necesita más protección, lo que podría volver más estables y cooperadores a los líderes locales, y ello podría proporcionar una información de Inteligencia más interesante. Es el virtuoso ciclo que triunfó en Iraq. Pero, al igual que en Iraq, exige más efectivos.
La dimensión de esta escalada -en algún punto entre un 40 y un 60% de efectivos más que los niveles actuales de tropas- todavía es objeto de debate. La afición que tiene Obama a satisfacer a todo el mundo puede conducir a una estrategia que se quede corta con respecto a lo que es necesario. Pero cada uno de los planes que se están considerando implica la renovación del compromiso con los objetivos militares de EEUU en Afganistán.
Al margen de lo difíciles que han sido estas deliberaciones, apenas es el comienzo más sencillo de la tarea de Obama. Una vez que opte por una vía, su desafío pasa a ser sobre todo retórico: convencer a una opinión pública escéptica y a un Congreso demócrata reticente de que el aumento del sacrificio en Afganistán es imprescindible. Su presente decisión podría ser algo cantado, pero lleno de matices. Pero la elección de un posicionamiento en aspectos militares se debe anunciar y seguir con claridad meridiana. Es la finalidad de una dirección presidencial en tiempo de guerra convertir una estrategia debatible en un compromiso nacional.
Pero aún está por ver este tipo de liderazgo por parte de Obama. Su énfasis retórico ha incidido sobre todo en el terreno nacional. La comunicación concerniente a Afganistán e Iraq se ha producido cuando ya no quedaba otra. Estas guerras han caído en la categoría de problemas heredados -no tanto causas nacionales como la distante deuda de algún pariente-.
Los discursos internacionales de alto copete de Obama -como sus declaraciones en El Cairo o su discurso en las Naciones Unidas- han pretendido trascender debates ideológicos, no afrontarlos desde alguna vertiente. En su enfoque retórico, el mundo tiene muchas críticas contra Estados Unidos, parte de ellas injustas, pero EEUU también tiene muchos defectos y fallos. Afortunadamente, los viejos tiempos malos de malentendidos han terminado ya, a causa de la llegada del propio Obama.
Puede llamar a esto como le dé la gana -la palabra narcisismo viene a la cabeza-, pero no tiene nada que ver con el liderazgo en tiempos de guerra (durante las guerras encarnizadas y las guerras frías) de presidentes como Franklin Roosevelt o Ronald Reagan. Ellos manifestaban un compromiso inasequible al desaliento con una de las partes de una división ideológica -la parte que implicaba libertad y autogobierno-. Y bajo su encanto demostraban estar curtidos, lo que inspiraba a las tropas estadounidenses y desconcertaba a los enemigos estadounidenses.
Hasta en prioridades nacionales tales como la sanidad, Obama es más docente que apasionado, más explicativo que inspirador. En momentos de tragedia -como el atentado de Fort Hood- sus reacciones públicas pueden ser extrañamente comedidas y medicinales. ¿Qué es lo que saca a Obama de sus casillas? ¿Por qué motivos está dispuesto a sacrificar voluntariamente su popularidad, su orgullo, su presidencia?
Obama ha sido acusado en ocasiones de una debilidad estilo Carter. En cuanto a temperamento, la comparación histórica más adecuada es con el presidente Woodrow Wilson. Wilson era cerebral, frío y huraño, en público por lo menos. Con admirable autoconocimiento, llamaba a la suya «una personalidad vaga de conjeturas, más compuesta de opiniones y posturas académicas que de debilidades humanas y sangre en las venas».
Elegido como el reformista progresista, Wilson entró en la Primera Guerra Mundial con la acusada reticencia de un progre. Pero se convirtió en un líder en tiempos de guerra. «Una y otra vez -decía en 1919-, las madres que perdieron a sus hijos en Francia han venido a verme y, cogiendo mi mano, no sólo han derramado lágrimas sino que han añadido ‘Dios le bendiga, señor presidente’. ¿Por qué causa, conciudadanos míos, debéis rezar para que Dios me bendiga? Yo aconsejé al Congreso de Estados Unidos la creación de una situación que condujo a la muerte de sus hijos. Envié a sus hijos a ultramar. Consentí que sus hijos fueran enviados a las regiones más difíciles del frente, donde la muerte estaba garantizada… ¿Por qué lloran sobre mi mano y piden que las bendiciones de Dios recaigan sobre mí? Porque creen que sus hijos murieron por algo que trasciende sobradamente cualquier objetivo inmediato y tangible de la guerra. Creen, y creen con razón, que sus hijos salvaron la libertad del mundo.»
Una vez que se tome una decisión sobre Afganistán, Obama va a necesitar una transfusión parecida a la de sangre, y tendrá que hacer una defensa similar. En Afganistán, como en otros lugares distantes, los hijos e hijas de Estados Unidos están salvando la libertad del mundo.
© 2009, Washington Post Writers Group
Michael Gerson