Las paradojas sorprenden. En la primera ocasión que el Consejo General del Poder Judicial aplica el examen a los candidatos a los puestos judiciales, comparecía, como un examinando más, Juan Luis Ibarra. Hasta aquí la lógica. En su propia naturalidad encajaba la circunstancia. Lo hacía como un actor secundario, dados los pactos entre progresistas, conservadores y nacionalistas para la presidencia del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, convulsionada por los avatares políticos en los últimos tiempos de la era Ibarretxe. Así que no figuraba en la carrera hacia la presidencia del TSJPV como candidato principal, aunque de hecho fuera el número 2 del Alto Tribunal vasco como presidente de la Sala de lo Contencioso Administrativo desde el año 2003.
La paradoja es que un juez que accedió a la carrera por el cuarto turno -doctor en Derecho y profesor universitario, se inició en la carrera judicial en 1987- haya a la plaza del presidente del TSJPV. Y también es extraño que no siendo el «perfecto» progresista o el «clásico» conservador haya sido, finalmente, el elegido. Para culminar el contraste, los muchos recelos que despiertan algunos de los magistrados del cuarto turno entre sus compañeros de carrera, no se han dado en el caso de Juan Luis Ibarra a lo largo de su dilatada experiencia judicial.
Fundador de Jueces para la Democracia, se distanció en los años noventa de esta asociación, fruto de los grandes desencuentros que la situación vasca produjo a lo largo de décadas entre los más diversos colectivos, grupos y familias. Y quiso impulsar, junto a otros magistrados vascos a los que siempre arropó, un foro de jueces ‘constitucionalistas’, más allá de la propia redundancia. Fueron los años más difíciles, no sólo por saberse como colectivo en el punto de mira de los terroristas sino por el clima irrespirable que se vivió en la Administración de Justicia en Euskadi como consecuencia de cierto intento de deslegitimación en las embestidas de algunos líderes del nacionalismo.
Tras su etapa en Madrid, donde ejerció durante tres años en el Ministerio de Justicia e Interior, con Juan Alberto Belloch, y más tarde en la ONU y la Unión Europea, no dudó en regresar a su tierra, a pesar de las limitaciones visibles en su libertad. No consintió renunciar a su vida en el País Vasco, y lo hizo sin quejas, con la sencillez propia de una conciencia tranquila.
Si hay una sola seña que aplicar a Juan Luis Ibarra es su falta de sectarismo, o quizas, antes que ello, su insobornable espíritu libre. Por ello, y por su talante, ha atraído a los viejos compañeros progresistas pero también a los conservadores. Su lealtad con el hasta ahora máximo representante del Tribunal Superior vasco en funciones, Fernando Ruiz Piñeiro, ha sido manifiesta. Y el respeto, mutuo.
Chelo Aparicio