Las tropas estadounidenses en Afganistán pasaron su Día de los Caídos protegiendo vías de acceso a Kandahar y dialogando con las tribus locales con vistas a una gran ofensiva. Yo pasé parte de mi Día de los Caídos leyendo la Estrategia de Seguridad Nacional del presidente Obama (NSS), recientemente difundida, un documento que reconoce la importancia del ejército pero que hace hincapié en los imperativos de la «sanidad asequible» y la «adaptación de nuestra infraestructura».
Estados Unidos, se nos dice, exige «una amplia concepción de lo que constituye nuestra seguridad nacional», que por casualidad coincide con las prioridades legislativas de la Administración. No olvidemos que también comprenden a los que aprueban prestaciones de salud y distribuyen la financiación pública para la construcción de infraestructuras.
Es corriente afirmar que existen fundamentos económicos de la fortaleza nacional. Es desvergonzado utilizar un documento de seguridad nacional para impulsar un cuestionable programa político que manifiesta un escaso entendimiento de la forma en que crecen las economías. Y es doblemente descarado -un descaro sin paliativos- que esta Administración plantee «la gestión responsable de nuestro presupuesto federal» como prioridad de seguridad nacional.
En la mayor parte de las áreas, la Estrategia 2010 manifiesta una continuidad incuestionable. Estados Unidos desaprueba la proliferación nuclear. A Estados Unidos le gusta la democracia. Estados Unidos actuará junto a sus aliados -menos cuando necesite actuar en solitario-. Hay secciones del documento que son admirables, especialmente su acento en la promoción del desarrollo y la sanidad global como instrumentos de influencia nacional. Pero no es sorprendente que casi todo el mundo pueda encontrar algo que le guste en la Estrategia Nacional, puesto que parece un discurso del estado de la nación sin los rigores del tiempo limitado. «Los Estados Unidos son una nación ártica», se nos informa, «con amplios y fundamentales intereses en la región del ártico».
Gran parte de lo viejo en la Estrategia es evidente. Gran parte de lo nuevo realmente no lo es. La provisión de que las prestaciones sanitarias, la construcción de infraestructuras y el gasto en educación son en realidad prioridades de seguridad nacional es una versión pulida del argumento lanzado durante décadas desde la izquierda aislacionista. «¿Cuántas escuelas podríamos construir por el precio de un carguero militar?» se ha transformado en la aseveración de que el gasto nacional es el equivalente a construir un carguero militar en seguridad nacional.
Otro acento de la Estrategia 2010 se pone en el multilateralismo. Estados Unidos tiene que levantar «una nueva estrategia internacional», construir «sociedades con nuevos centros de influencia», trabajar en «concierto multilateral», romper «viejas costumbres de sospecha», «sincronizar nuestras acciones», «modelar un orden internacional» que «modernice la infraestructura de cara a la cooperación internacional».
Sería estupendo, por supuesto, tener un Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no obstaculizado por los vetos ruso y chino; un Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas que no sea un chiste global sin pizca de gracia; una alianza de la OTAN no agotada a causa de esfuerzos mínimos; acuerdos de seguridad regional en África y Asia capaces de evitar genocidios y atrocidades masivas. En la práctica, el multilateralismo de influencias reparte las cargas e incrementa la legitimidad cuando la acción es obligada.
¿Pero cómo propone la Estrategia de Seguridad Nacional alcanzar tales maravillas? La Administración reclama el mérito de ampliar el G-8 al G-20 y abonar las deudas de Estados Unidos con las Naciones Unidas. En el futuro, EEUU «invertirá en reforzar el sistema internacional» y trabajará «desde las instituciones internacionales», y construirá «marcos para confrontar sus defectos y movilizar la cooperación transnacional» y «mejorar la capacidad internacional», y facilitar «la cooperación global amplia y eficaz» y desarrollar «planes integrados y enfoques que fomenten… las capacidades». Este estilo de redacción supone una reducción neta del entendimiento de la opinión pública.
Casi todo el énfasis legislativo de la Estrategia de Seguridad Nacional se hace en el proyecto de crear una nueva infraestructura internacional para reemplazar a la actual, que «está cediendo bajo el peso de las nuevas amenazas» tales como la proliferación nuclear. Pero el documento no proporciona ninguna estrategia real en este terreno.
El disfraz del multilateralismo también ha sido empleado por la izquierda aislacionista. En asuntos tales como la proliferación y el genocidio, el multilateralismo puede convertirse en una vía para racionalizar la inacción. Al miembro más remiso de una coalición se le concede poder de veto. Este planteamiento del multilateralismo permite a un Gobierno expresar preocupación en cualquier cosa al tiempo que no acepta la responsabilidad de nada.
La doctrina de seguridad nacional de un presidente es difícil de llevar a la práctica pero a menudo fácil de enunciar. Harry Truman contenía las amenazas. Ronald Reagan obligaba a las amenazas a retroceder. George W. Bush abordaba las amenazas de forma preventiva. Barack Obama irá coordinando las amenazas entre foros internacionales.
En la práctica, Obama ha sido más resuelto de lo que indica su visión, especialmente en Afganistán. Y la diplomacia consiste a menudo en desplegar banalidades con cara de seriedad. Pero son sólo la fortaleza y la valentía de sus fuerzas armadas lo que permite a Estados Unidos darse el lujo de tales banalidades.
© 2010, The Washington Post Writers Group
Michael Gerson