En el mapa, ciertamente, faltaban elementos y así es complicado establecer el rumbo. Lo que ahora se constata, que no es posible el acuerdo entre empresarios y trabajadores para la reforma laboral, se veía venir desde hace tiempo. La patronal plantea una serie de reformas que, siendo necesarias para afrontar la crisis hacia un mínimo crecimiento (es de esperar que, si se hacen bien las cosas, prolongado en el tiempo), no eran en absoluto del agrado de los sindicatos, apalancados en lo que llaman “derechos sociales” y/o “adquiridos”. La negativa implica que muchos, hoy en el paro, no adquirieran derecho laboral alguno, pero así están las cosas. Es fácil la demagogia contra los patronos pero, en esta travesía, hay que señalar que firmaron un acuerdo sobre salarios y negociación colectiva que no era de su agrado y que renunciaron después a la reivindicación de la bajada de las cotizaciones empresariales. Unos gestos, seguramente con la intención de acordar lo mollar de la reforma, que no parecen haber servido para nada salvo para que el Gobierno, al elaborar su decreto, no tenga que ocuparse de ello.
Si el ambiente no era propicio y la reforma urgente, es difícil entender que el Gobierno haya recorrido tanto tiempo a la espera -incluso la espera optimista- de que hubiera acuerdo. Sobre todo cuando, como en las actuales circunstancias económicas, ya no vale de nada la ficción del entendimiento “social” si no se tiene en cuenta, con realismo y sacrificio, el contenido del pacto. En estos últimos días, bajo la presión de los plazos, se ha especulado con un acuerdo de mínimos, rebajado, edulcorado. Nada sería peor porque es el modo de no enfrentarse a los problemas reales. Pero, además, toda esta última negociación se ha llevado a cabo en circunstancias aún más endebles después del anuncio y la aprobación del decreto de recorte del gasto público, ya que los sindicatos lo han enarbolado, aunque no sea el caso, como una declaración de guerra que afectaba a la reforma laboral. Quien esté muy de acuerdo con las reivindicaciones sindicales no podrá negar, sin embargo, que se hacen al margen de la dramática situación de la economía española real.
Con todo ello, llama la atención que el Gobierno haya dejado en manos de esa negociación imposible una materia tan importarte para el crecimiento y el empleo y que es de su evidente competencia. Primero, sin presionar en las conversaciones de un modo eficiente. Después, retrasando una decisión que, por fin, va a tenerse que tomar el próximo día 16 para que Rodríguez Zapatero pueda presentarse al día siguiente en Bruselas con la tarea hecha no se sabe ya en qué demorada convocatoria.
Para juzgar lo que decida el Gobierno a mediados de mes habrá que esperar, naturalmente, a conocerlo. El coste de la decisión, indudable, debería servir para eliminar las rigideces de nuestro sistema laboral, que son evidentes y reconocidas por todos, buscar las modalidades de contrato que nos hagan más competitivos y evitar la permanente y nefasta judicialización de los despidos objetivos. Quedarse a medio camino no ayudará al crecimiento y tampoco evitará las protestas.
Germán Yanke