sábado, noviembre 23, 2024
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Los toros se mueren solos

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El 9 de junio del 2010 será señalado con piedra negra en el mundo taurino. El Parlamento de Cataluña celebrará el debate final sobre la prohibición de las corridas de toros en todo su territorio, después de que prosperase en la Comisión de Medio Ambiente la ponencia encargada de la modificación de la Ley de protección animal. Pero antes incluso de lamentar la arbitrariedad que supone privar a millares de catalanes de su espectáculo preferido, creemos que la medida tiene tintes inquisitoriales impropios de una sociedad democrática.

Como aficionado a la denominada Fiesta Nacional -perdón, señores catalanistas-. he asistido durante más de cincuenta años a festejos en cientos de cosos españoles y a algunos también en Francia y América. He sido ferviente seguidor de un puñado de toreros, he disfrutado con el arte efímero de una chicuelina, con los pases de muleta al natural y con ese prodigioso momento de la verdad en el que se pone en juego la vida del hombre o de la res. La fiesta de los toros en España se remonta a tiempos muy antiguos, si bien tal como se concibe hoy la forma de torear tiene acaso un siglo, cuando Juan Belmonte le perdió el respeto a los terrenos y se inauguró la auténtica faena de arte en el tercio que anteriormente sólo se empleaba para preparar la suerte suprema. El imprescindible libro de Chaves Nogales sobre el Pasmo de Triana aclara incluso a los no entendidos lo qué supuso este colosal matador en el devenir de las corridas de toros.

Sin embargo, muchos aficionados con cientos de tardes sobre la piedra incómoda de las nunca modernizadas plazas hemos ido desistiendo de nuestra pertinaz asistencia, no sé si porque hemos ido perdiendo afición. Pero en todo caso lo veo en mí mismo, y como yo en muchos de mis amigos, y compruebo que desde hace algunos años hemos dejado de renovar el abono de Las Ventas o de la Maestranza, para acudir algunos pocos días seleccionados, en lugar de soportar el largo serial de treinta festejos seguidos y tantas veces insoportables.

Es lo que ha sucedido esta temporada en los ruedos citados. La afición ha padecido tarde tras tarde, con notables y muy escasas excepciones, la desazón de volver a casa sin nada que contar. Los críticos más prestigiosos han llenado sus crónicas de bostezos y han comentado con fría dureza el mal momento por el que atraviesa este desconcertante espectáculo: generalmente los toros no han servido, y por contraposición, cuando alguno tenía casta y bravura el buen lidiador no estaba delante. En absoluto es censurable el carácter mercantil de las corridas, ni lo es tampoco que los empresarios que arriesgan su dinero traten de obtener el mayor beneficio posible, como es lo lógico en cualquier negocio que se precie.

Dicho lo cual, parece evidente que la degradación de la fiesta tiene culpables muy concretos. En torno a las figuras brujulean apoderados, asesores, mozos de espada y demás ralea que integra ese magma que se conoce como los taurinos, quienes en un legítimo afán de proteger a su pupilo atacan a la única razón de ser de la presencia del matador en el ruedo: la lucha de poder a poder entre la inteligencia y el arte y la fiereza y el trapío de las reses. Éstas son convenientemente seleccionadas por el ganadero y el veedor del torero, descartándose los ejemplares que pudieran presentar mayores peligros, lo que ha llevado a los propietarios de los hierros a producir el toro comercial. O lo que es lo mismo, el toro cómodo, a veces pasado por la barbería, que supuestamente dará juego y ningún problema al espada de turno. En esta manipulación antirreglamentaria coincide, cómo no, la voluntad del empresario de la plaza, que de otra forma no contaría en sus carteles con las figuras más cotizadas por el público.

El resultado suele estar a la vista: tardes enteras con toros inservibles, bien porque al ganadero se le ha ido la mano en la fabricación del producto comercial o porque el torero desconoce la técnica de la lidia en el caso de animales con dificultades o simplemente mansurrones, ante los que indefectiblemente pide la compresión del público. Un público que en buena medida acude a las plazas como signo social y que no está muy impuesto en los saberes de la tauromaquia, o que en otra porción nada desdeñable pertenece al contingente turístico.

Las corridas de toros requieren de un revulsivo general que les devuelva su autenticidad para sacarlas de la mediocre realidad actual. No caben medias tintas: la fiesta de los toros puede ir muriendo sola, sin ayuda de la Generalitat, mientras se siga manteniendo la caricatura de la corrida, ése en otro tiempo inconmensurable espectáculo de arte y valor al que tantos veteranos aficionados le estamos dando las espaldas.

Francisco Giménez-Alemán

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