Carlos E. Rodríguez abogaba en un reciente artículo por un sensato análisis del horizonte cercano, bajo la idea de que siempre es mejor prevenir que curar. Comparto el deseo y, buscando la forma de contribuir al mismo, intento modestamente suplir la falta de un discurso sistémico de los emprendedores españoles, cuyo apoyo político, supuestamente, vendría de partidos con un componente ideológico liberal, ausente hoy en el nonato discurso de Rajoy al que Peridis está logrando encasillar en el sofá confortable de la espera, merced acaso al discutible axioma según el cual quien resiste gana.
Pues bien, con motivo de la reforma laboral, ciertos políticos de la izquierda se han lanzado a hacer pedagogía invocando sus principios inmutables. A saber: que la tradición del capitalismo español se manifiesta en acumular beneficios abundantes y en poco tiempo, y su interés, por tanto, en las reformas laborales que se han producido en las últimas décadas se ha dirigido a abaratar el factor trabajo como vía para recomponer el beneficio. Desde tal perspectiva -dicen-, con la actual reforma se abaratan los despidos con sólo alegar la empresa que “se vive una situación económica negativa”.
El argumento es falaz porque la referencia al capitalismo depredador, siempre culpable, dejó hace mucho tiempo de corresponderse con la problemática del emprendedor que genera empleo. La existencia de un 20% de paro no es consecuencia de los EREs de las grandes empresas que, cuando se producen, copan los titulares de la prensa. Las grandes multinacionales, capaces de trasladar su tecnología integra a países con menor coste laboral y mayor mercado potencial (por ejemplo, las fábricas de automóviles) no admiten fronteras, ni crean vínculos con un territorio o país de acogida. Son los pequeños y medianos emprendedores quienes sostienen la masa laboral que absorbe en España el 85% del empleo total. Esos pequeños y medianos emprendedores, que tienen en el Fisco un socio permanente del 25% de su generación de beneficio, siempre dispuesto a percibirlo cuando el beneficio existe, lo que sitúan como prioridad fundamental de su vida profesional es la supervivencia y el desarrollo de su empresa. Muchos de ellos son autónomos, carentes de desempleo hasta ahora, y contribuyen con un esfuerzo que no se supedita a jornadas de trabajo ni a vacaciones, a crear pequeñas unidades capaces de mantener un determinado número de puestos de trabajo. A veces uno o dos y más raramente más de cincuenta; pero cuando, como ha ocurrido en la actual situación, la crisis les ha doblegado, la “mortandad” producida, que se cifra en más de trescientos mil, ha generado un millón de parados. Tal vez una elemental operación matemática de multiplicar tres empleos por autónomo o pyme explique el terrible efecto en la cifra del paro generado.
Me he desenvuelto en un medio donde la convivencia con emprendedores ha sido una constante y hay de todo como en botica, pero la angustia que prevalece en la mayoría se centra en pagar la nomina, desarrollar su empresa, asegurar el futuro y generar valor. Una relectura de El Capital de Carlos Marx nos permitiría comprobar cómo puede quedar obsoleto un análisis del siglo XVIII y explicarnos el porqué de su fracaso histórico allí donde fue aplicado a «fortiori». Basta contraponer su aireado y celebrado concepto de “la plusvalía” generada en provecho del empresario capitalista, con el concepto de “generación de valor” en cuantía necesaria para mantener y desarrollar la tecnología que le exige la supervivencia empresarial, en aportar la rentabilidad al capital invertido y en destinar la parte mayoritaria al coste bruto del personal, es decir, las nóminas y las cargas sociales que incrementan en un 32% lo que percibe el empleado, de cuyo importe bruto él paga una pequeña parte de la Seguridad Social y sufre una retención para el Fisco.
La desaparición de tanta actividad emprendedora responde a muy diversas causas, lo sabemos, pero vale la pena recordar a nuestra clase política, tan ajena en procedencia a lo que es la empresa, que más contribuiría a mantener las pequeñas unidades económicas generadoras de empleo, crear estímulos a la financiación o, simplemente, imponer una rigurosa gestión de pagos por las Administraciones, que llegan a 300 días de plazo para abonar una factura.
Un emprendedor quiere crecer y no desea despedir, pero cuando su actividad se resiente, se encuentra ante la circunstancia de no poder reducir costes laborales para asegurar la supervivencia. Utilizo el ejemplo de una pequeña empresa con más de 25 años de vida activa y una plantilla de quince trabajadores de una antigüedad media de doce años y un coste medio anual de 26.000 euros por empleado. El empresario se enfrenta a la necesidad de reducir siete puestos, desde la confianza de remontar vuelo en el medio plazo. Con unas pérdidas en el último ejercicio nada dramáticas, decide amortizar tres puestos. La Magistratura, como es sistemático desde siempre, rechaza las causas objetivas. El despido será nulo o improcedente con 45 días de indemnización. El pasivo laboral total de esta Pyme calculando los 45 días de indemnización a toda su plantilla asciende a 405.000 euros, resultado de multiplicar una indemnización de 45 días/año por quince trabajadores y 12 años de antigüedad media. Así de simple. Este empresario no tiene liquidez para disponer de la cuantía de 200.000 euros que le supondría reducir siete puestos de trabajo y mantener viva la empresa en espera de tiempos mejores. Aguanta unos meses con duelos y quebrantos. El clima laboral se deteriora. Los letrados sindicales estimulan la creciente desconfianza de la plantilla. Ninguno de los trabajadores acepta una indemnización reducida y el empresario termina planteándose la liquidación mediante Concurso con liquidación. Tan real como la vida misma. El desenlace ha quedado así: una Pyme menos y quince puestos destruidos. Ah, eso sí, el Fogasa pagará las indemnizaciones establecidas, pero de todos los puestos destruidos. El emprendedor, a su vez, ha tomado también su decisión: desistir de emprendimientos futuros.
Abel Cádiz