sábado, noviembre 23, 2024
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¿Presidente Dangerfield?

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¿Exactamente, cuánto más va a dejarse avasallar el presidente Obama?

Antes incluso de que el actual comandante del presidente Obama en Afganistán, junto a varios asesores, hubiera realizado sorprendentes declaraciones constitutivas de insubordinación a la revista Rolling Stone, el presidente había sorprendido a propios y extraños por la cantidad de muestras de falta de respeto que estaba dispuesto a pasar por alto sin tomar medidas. Los demócratas del Congreso obvian sus órdenes, los republicanos disfrutan cuestionando cada una de sus manifestaciones, y sus asesores más próximos manifiestan una preocupante falta de disciplina.

Los estadounidenses perciben que el presidente es un líder más débil que hace sólo unos meses. Una encuesta Washington Post-ABC News realizada a principios de este mes concluía que el 57% de los encuestados consideraba a Obama un líder fuerte y un 43% no. Sólo 10 semanas antes, el margen era de 65 a 33, y hace 14 meses era de 77 a 22.

En el Congreso, los demócratas han ignorado los llamamientos de la Casa Blanca a la disciplina de partido, y los conflictos internos están obstaculizando la adopción de medidas en los presupuestos, el gasto bélico, la creación de empleo, la reforma de la inmigración y la legislación energética. Entre los medios de comunicación, aliados incondicionales como Keith Olbermann en la MSNBC o Rachel Maddow criticaron con severidad el discurso de Obama acerca de la marea negra del Golfo de México.

La propia secretaria de Estado de Obama, Hillary Rodham Clinton, se ha desmelenado, aireando sus opiniones en materia económica, entre otras cuestiones nacionales -alentando dudosas especulaciones de que pretende presentarse contra Obama en el 2012-. Hace dos semanas ella informaba al mundo acerca del plan oficioso de Obama de llevar ante la justicia la nueva ley de inmigración de Arizona, una revelación que debería haber sido dada a conocer por el presidente o su fiscal general.

Los republicanos, a su vez, han alcanzado nuevas cotas de falta de respeto presidencial. Después de que Obama empujara a BP a destinar dinero a aquellos afectados por la marea negra, la oposición pedía perdón a BP. El senador de Arizona Jon Kyl, el número dos de los republicanos en el Senado, daba el extraordinario paso de atacar a Obama en un mitin político a cuenta de las declaraciones que dice él (y que la Casa Blanca niega) que el presidente hizo durante una reunión privada.

A pesar de todo, Obama ha dado escasísimas respuestas, aceptando las muestras de insulto como un presidente Dangerfield. Mientras la opinión pública no veía ninguna muestra de indignación en él a cuenta de la marea negra, Gibbs aseguraba a los estadounidenses que, en realidad, había visto al presidente apretar la mandíbula. Obama insistía a continuación en el programa Today de la NBC que buscaba «el culo al que dar la patada» en la Costa del Golfo, pero no hubo ninguno dolorido.

Ahora los comentarios atribuidos al general Stanley McChrystal y sus asesores, incluyendo llamar al consejero de Seguridad Nacional «payaso», menospreciar al presidente y sus principales diplomáticos y transformar el apellido del vicepresidente Biden en «Bite Me», vuelven a sembrar una vez más la duda del liderazgo de Obama. El ‘general Bite Me’ puede haber ido más allá de lo que toleraría incluso un presidente Dangerfield.

Los insultos proferidos por McChrystal y los suyos -aderezados con vulgaridades, un dedo corazón y las chorradas propias de un borracho- no sólo ponen en tela de juicio a Obama sino el sagrado concepto del control civil sobre el ejército. Probablemente sea ése el motivo de que figuras como los senadores republicanos de Arizona y Carolina del Sur John McCain y Lindsey Graham dieran a Obama carta blanca el miércoles para despedir al general.

El presidente, sin abordar el problema de frente, no decía el martes una palabra de McChrystal hasta destacar, llegada la noche, que el general había manifestado «un pobre juicio». Gibbs, en la sala de prensa, se tomaba su tiempo en mostrar hostilidad al ser preguntado por la reacción de Obama.

«Creo que el presidente cree, y creo que la mayoría creerá, que, diferencias aparte, estamos aquí para implantar una nueva estrategia, otra vez, compuesta durante el curso de, creo yo, tres meses y 12 reuniones mantenidas en la Sala de Seguridad Nacional, y es nuestro trabajo implantar esa estrategia», decía Gibbs provisionalmente. «El presidente no cree que los actores, con independencia de cuáles puedan ser sus discrepancias o sus desencuentros, deban distraernos de la estrategia para enderezar Afganistán».

Pero esto no tiene nada que ver con los actores. Fue un desafío frontal al jefe del Ejecutivo y contra la percepción de que es un líder fuerte.

La prensa intentó pinchar a Gibbs en repetidas ocasiones, que siguió la vía ya familiar de expresar la indignación del presidente. «Yo le facilité el artículo la pasada noche, y estaba enfadado», anunciaba.

«¿Cuánto?», preguntaba Chip Reid de la CBS.

«Enfadado. Se sabe al verle», decía Gibbs.

Los reporteros presionaban: «¿Dio puñetazos en la mesa? ¿Maldijo? ¿Puede decir más?».

«No», decía Gibbs. «No voy hacer más declaraciones».

Buena respuesta. Es hora de que Obama y sus asesores dejen de hablar de la indignación de él y empiecen a actuar a propósito de ella.

© 2010, The Washington Post Writers Group

Dana Milbank

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