lunes, noviembre 25, 2024
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Ilusiones quebradas

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Cuando aparece la desgracia, la retórica sobre los grandes desafíos se vuelve obscena, aunque éstos, como la triste crisis económica, contengan otros padecimientos cotidianos. Nada más destemplado que la muerte súbita de 13 jóvenes. Como un rayo implacable, el tren que arrasó la multitud vital, que recibía la noche más corta de San Juan acercándose al fuego, atravesó nuestras conciencias.

No era extraña su ansiedad para la fiesta en la playa. Hay acontecimientos que potencian los deseos colectivos, y uno es, desde tiempos inmemoriales, la llegada del solsticio de verano, parada simbólica de un tiempo, espacio entre los deberes cotidianos, que convocó la noche pasada a hombres y mujeres jóvenes, la mayoría venidos de muy lejos, hacia la playa de Casteldefells.

Hoy, la opinión pública basculó hacia la temeridad de los transeúntes, víctimas todos ellos, al cruzar las vías para alcanzar la playa. Pero entre reconocer el hecho real de su impulso y abandonar la reflexión sobre los límites de las obras humanas, la infraestructura del apeadero, los servicios y las señalizaciones se da un trecho.

A la primera hipótesis -no contraria a las demás circunstancias- se sumaron los responsables políticos. Todos subrayaron la imprudencia de los transeúntes como causa de la catástrofe. Es innegable que les asistió la razón, pero no basta.

Hay quienes reconocen que cruzan las vías por resultar más cómodo que atravesar los pasadizos, como otros prefieren no dar un paso para cruzar en los pasos de cebra. Es parte de la verdad. El paso subterráneo de Casteldefells se estrenó hace tan sólo seis meses. Ya no era fácil atravesar las vías, por haberse elevado la altura de los andenes, pero no imposible.

Angels Coté, edil de ERC de la localidad, advirtió en noviembre pasado que el nuevo apeadero podía ser “una ratonera en la noche de San Juan” y en otros momentos de previsible aglomeración durante julio y agosto. Sólo siete minutos después de la tragedia comenzaban su servicio diez vigilantes de Renfe para controlar la avalancha.

También podría haber sido al contrario. Que el juicio sobre lo sucedido se hubiera inclinado hacia la imposible previsión de todos los imponderables. Que se negara el impulso vital -que resultó fatal- del nutrido grupo para atravesar las vías y se cargara sobre el Gobierno por no haberlo podido impedir.

El tren Altaris, que pasa por la localidad en vía libre, no pudo detenerse. Quizá nosotros podamos pensar sobre lo sucedido con otra templanza.

Chelo Aparicio

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