Resulta alentador que el presidente Obama, en cuestiones de política exterior por lo menos, aún conserve la capacidad de sorprender e impresionar.
La única pega real que poner a la destitución del general Stanley McChrystal tras su garrafal error de juicio es la delicada naturaleza del momento que atraviesa el propio Afganistán. El incremento en Afganistán apenas está empezando a consolidarse. Hay grandes esfuerzos por realizar. Un cambio de calado en la cadena de mando, en este momento, habría dejado a Obama expuesto a la acusación de que su orgullo ofendido es más importante que las operaciones militares en curso.
Sólo había una opción que pudiera reivindicar la autoridad presidencial sobre el ejército al tiempo que garantiza la continuidad de las operaciones militares en Afganistán, y Obama la adoptó. El general David Petraeus es el arquitecto intelectual de la estrategia de contrainsurgencia moderna. Es respetado por los efectivos estadounidenses y tiene la confianza del presidente afgano, Hamid Karzai. De la forma más perentoria, Petraeus sabe mostrar deferencia al control civil del ejército sin abandonar sus propias opiniones militares.
Al acceder a destacarse donde es mayor la necesidad, Peatreus pone en peligro su reputación. Pero su nombramiento debe implicar también una agradable sensación de reconocimiento. Hace sólo tres años, un trío de senadores demócratas de nombre Clinton, Biden y Obama dispensaban a Petraeus una hostil recepción en el Capitolio. El informe presentado por Petraeus acerca de la mejora de las condiciones en Iraq, decía la senadora Hillary Clinton, exige «una suspensión voluntaria de la incredulidad». «Debemos detener el incremento y empezar a traer a nuestras tropas», defendía el senador Joe Biden. Los avances en Iraq, afirmaba el senador Barack Obama, «se consideran éxito, y no lo son».
Es ya oficialmente imposible que los demócratas resten importancia a los logros dramáticos e históricos del incremento en Iraq, al haber recurrido a su autor en su propio momento de necesidad.
Al aceptar la renuncia del general McChrystal, Obama pretende lograr «unidad de esfuerzos» entre los miembros de su equipo de seguridad nacional. Pero la causa de la desunión no la integraban únicamente McChrystal y su gabinete.
Los 10 meses de revisión de la política de Afganistán por parte de la Administración Obama el año pasado serán recordados durante mucho tiempo como ejemplo de chapucera adopción ejecutiva. Tras un comienzo en falso que redundó en una falta de consenso, incluso en la propia mente del presidente, la versión 2.0 de la política de Afganistán estuvo marcada por una discrepancia entre las esferas civil y militar que dio lugar a una fuente abundante de filtraciones a la prensa y desclasificaciones no autorizadas de documentos clasificados. Los miembros de los gabinetes de la Casa Blanca y el personal militar rompieron lanzas en defensa de sus directores, con muy poca de la moderación manifestada por los propios directores. Los desencuentros se convertían en batallas campales. El equipo de rivales dejó de ser equipo en cualquier sentido. Y el proceso no parecía terminar nunca.
En diciembre, Obama anunciaba una misión ampliada en Afganistán para ser alcanzada en cuestión de 18 meses. El ejército interpretó ese plazo como orientativo -una forma de presionar al Gobierno afgano para que asuma mayores responsabilidades al tiempo que se mantienen abiertas las opciones futuras del ejército-. Los funcionarios de la Casa Blanca interpretaron el plazo como textual y urgente -una forma de tranquilizar a los demócratas inquietos del Congreso y dejar atrás con el tiempo un conflicto caótico, con independencia del resultado-. Esta ambigüedad conlleva un riesgo: que los talibanes crean que Estados Unidos puede ser desgastada u obligada a ceder a acuerdos a la desesperada que traicionan al pueblo afgano.
A propósito de Afganistán, Obama parece genuinamente dividido. Como pragmático de la política exterior, comprende el inaceptable coste estratégico de un fracaso estadounidense en el corazón fundamentalista. Como ex senador pacifista y candidato de la paz durante las últimas elecciones, no puede reconciliarse con un compromiso incondicional con una guerra impopular. Ha informado al ejército, en esencia, de que: os vamos a dar más recursos pero un tiempo limitado. Esta formulación, sin embargo, implica una división inherente entre el «nosotros» -una Casa Blanca de paciencia limitada- y «ellos», un ejército al que se culpará del fracaso. Esta es la postura típica del Congreso, exigir resultados al ejército a cambio de tiempo y recursos adicionales. No es la posición típica de un jefe del ejecutivo, que normalmente se identifica más estrechamente con el destino, las opiniones y los objetivos de los hombres y mujeres bajo su mando.
¿Resuelve esta ambigüedad el nombramiento de Petraeus? Desde luego la atenúa. En testimonio ante el Congreso la pasada semana, Petraeus decía, «Es importante que julio del 2011 sea considerado como lo que es, la fecha en que se inicia un proceso dependiente de las condiciones sobre el terreno, no la fecha en que Estados Unidos se marcha pase lo que pase». La selección de Petraeus sólo puede interpretarse como aprobación de esta opinión.
Pero es una muestra de liderazgo diferente y necesaria que Obama ponga fin a esta ambigüedad por voz propia.
© 2010, The Washington Post Writers Group
Michael Gerson