Las tragedias se agigantan cuando las víctimas pertenecen a ese grupo de la sociedad que constituyen las personas más débiles. Entonces, uno ve más allá de las cuestiones técnicas que definen los aspectos concretos del mal y se asoma, con dolor y empatía, al abismo del sufrimiento que padecen los afectados. Puede ser el incendio de una chabola, el accidente de un autobús que recorre cientos de kilómetros, la persona que cae a las vías del metro… o puede ser un grupo de latinoamericanos que cruzan las vías en la estación de Castelldeffels la noche de San Juan.
No creo que entre los muertos se encuentren las grandes fortunas de España, esas que reposan su satisfacción sobre yates cómodos, coches de alta gama o que son propietarias de grandes jardines en los que una hoguera pagana no representa más luz que la de una cerilla encendida en la oscuridad de la noche y cuyo acceso se realiza por empedrados de lujo.
Más bien están los trabajadores, esos que agotan la utilidad del transporte público en viajes interminables del barrio al trabajo y de vuelta cada día y que, en esta ocasión, lo usaban con el buen propósito de la evasión mental para disfrutar de la merecida fiesta con la que soñamos año a año cuando se acerca el verano.
Sentimos una pena infinita el 11M cuando un grupo de asesinos sin escrúpulos de ningún tipo se cebó sobre los hombres y mujeres que circulaban por tren de aquí para allá a esas horas del amanecer en las que el cielo, aún rojo por el efecto mágico del sol naciente, actúa como un gran manto que a veces resulta incapaz de protegernos.
Pasa igual cuando las bombas talibanes se empeñan en matar a los que sin entender mucho de los asuntos de altura política, patrullan por las carreteras de arena afganas y que siendo soldados españoles tienen los nombres y apellidos de más allá del océano atlántico.
Tal y como pasó en la T4, aquel fatídico diciembre en el que no sólo explotaron las bombas etarras sino que también se dinamitaron nuestras esperanzas de una paz duradera.
El caso es que enfrentados a la estadística, estos accidentes horribles o estos crímenes sin compasión siempre se materializan sobre las espaldas de los más débiles y sobre el dolor de las familias con menos posibilidades.
Y eso, sinceramente, me causa mucho dolor porque no deja de ser el fruto de otra injusticia cuyo responsable es más difícil de identificar, no tanto por ser etéreo o desconocido, como por ser la expresión de un desorden social en el que casi siempre corren con la cuenta de los riesgos precisamente aquellos que tienen menos para poder pagarla.
Descansen en paz en la noche de San Juan.
Rafael García Rico