Francamente, me molesta el nacionalismo. Especialmente el español, que es el que más he padecido. Me parece una suerte de ideología del interés fundamentada en la pasión por un conjunto de naderías sin fondo. Patria, bandera, nación. Conceptos del siglo XIX agitados con el entusiasmo del siglo XXI. En las manifestaciones de Batasuna, la sucursal comercial de una banda de asesinos, se desfila, se pasea la bandera, el traje típico, la música racial, el discurso exclusivo. La exaltación de valores que para una mente formada intelectualmente son inexistentes porque son basura populachera. Entre nacionalismo y populacherismo anda el juego. Cuando hablan de la patria me dan escalofríos. Termina en violencia. Cuando la bandera produce emoción me doy cuenta de que la cultura no ha sido capaz de traspasar el cráneo y ha rebotado cayendo hasta los cataplines, que es donde reside la porción más grande del amor a la nación. Tengo amigos que envidian a los americanos porque izan y arrían la bandera cada día. Americanos blancos, regordetes y rollizos, con los mismos valores que los que tiene una escuadra de la tomatina de Buñol, esa fiesta chirriante que se realiza la última semana de agosto. Esos americanos de bandera y mano en el pecho, perrito caliente y barbacoa semanal. Me quedo con un Homer cuyos valores morales pertenecen al lado oscuro de la civilización y no con ese americanismo de chalé tan distinto del chicanismo y la negritud que pelea en Iraq o Afganistán.
Detrás de un patriota suele haber un infame. Un mentiroso sin escrúpulos. Sabino Arana era un mesías de caserío, un iluminado que soñó Bizkaia para mayor gloria de Dios, cuya verdadera patria no es de este mundo, como todos sabemos por las películas de Semana Santa. Sabino Arana quizá era un cretino y probablemente lo era en el sentido médico del término. Decía que los españoles no se lavaban. En cambio me cae bien Companys, con su sonrisa moderna en una España polvorienta. Estoy seguro, sin forma de demostrarlo, que se sentiría ridículo al lado de sus herederos políticos, esos histriones con el banderín de enganche en la marginalidad.
Montilla no es Companys, entre otras cosas porque se llama Montilla, como se puede ver a simple vista, sin necesidad ni de ir a la ikastola o hablar preferentemente catalán. Me asombra su patriotismo catalá, me resulta simpático al mismo tiempo. Y sobre todas las cosas me parece una trampa en la que el PSC cayó hace mucho tiempo y que no vayan a creer que les reprocho. Me da igual.
En el Mundial he visto florecer el patriotismo y los redactores de la Gaceta sufren porque a Luis se le ocurrió bautizar a uno de los símbolos de la patria con el nombre de “la roja”. Los de Intereconomía, de patriotismo rebelde, como el del 36, la llaman la rojigualda y nos recuerdan que a Chile la vencieron de azul.
Si creen que voy a hablarles del Estatuto se han equivocado. Me resulta insoportable y, además, he de reconocer que a estas alturas ya no tengo opinión. Sé que es raro, porque todo columnista o tertuliano que se precie sabe de todo con gran rigor. Pues yo no. Sólo sé, en este recodo del camino, que el Constitucional es un instrumento endeble, poco cristalino, y propenso a caer hecho añicos.
No sé si Catalunya es una nación. Sé que el Constitucional es un órgano sobre el que habrá que reflexionar muy seriamente. Y no por este fallo. Sino por la evidencia contundente del desvarío de algunos de sus miembros más notables. Un órgano en el que permanecen los muertos que, como el Cid, juzgan al buen vasallo y al mal señor. No me gustan las patrias ni los nacionalismos, es cierto. Me interesan los conflictos sociales: aquella idea clásica del internacionalismo proletario aún me incita. Cuando la izquierda alemana votó los créditos de guerra para luchar contra los obreros armados de otro país, se puso fin al modelo. Pero yo, casi cien años después, creo en ello con más firmeza.
No me interesa el catalán en la intimidad. Me preocupa la esclavitud en Asia, el hambre en África o la pobreza sudamericana.
Mi patria son mis ideas, que llegan hasta los confines del mundo, y ahí el Constitucional no entra ni de coña. Faltaría.
Rafael García Rico